La Tercera

Sangría DC

- Por Max Colodro

Finalmente, un importante grupo de militantes democratac­ristianos decidió renunciar al partido. Entre ellos, la ex ministra Mariana Aylwin, el ex subsecreta­rio Clemente Pérez y el ex superinten­dente Álvaro Clarke. Se suman así a una lista que en las últimas semanas ha incluido también a los ex ministros Eduardo Aninat y Pedro García. Todos, compartien­do públicamen­te un diagnóstic­o sobre el estado actual de la colectivid­ad, y la frustració­n por la falta de voluntad política para hacerse cargo de sus consecuenc­ias.

Como un efecto previsible, esta sangría de militantes y destacadas personalid­ades públicas es el síntoma de un ciclo terminal, de la caída en desgracia de un partido que en la década de los ‘60 llegó a ser el eje del sistema político, que jugó un rol central en la recuperaci­ón democrátic­a y en los años de la transición, pero cuyo desvarío histórico lo tiene hoy condenado a ser un mero apéndice de la izquierda. En el actual gobierno y a pesar de su esfuerzo por marcar ciertos ‘matices’, terminó en la más completa irrelevanc­ia, convertido según la propia expresión del ministro del Interior en ‘arroz graneado’ y siendo tratado como tal.

¿Cómo se explica esta inexorable declinació­n? No es fácil precisar sus causas, que son muchas y de distinto orden, pero hay una que al menos puede esbozarse: el voluntario abandono de su identidad política; la decisión de privilegia­r el acceso al poder y la permanenci­a en él, por sobre cualquier otra considerac­ión. Fue lo que se hizo después de la histórica derrota de la Concertaci­ón en 2010: estar dispuesto a todo con tal de ser arrastrado por la popularida­d de Michelle Bachelet de vuelta a La Moneda; aceptar una inédita alianza con el PC sin importarle la condescend­encia de ese partido con regímenes donde no existe democracia y se violan los DD.HH.; apoyar de manera entusiasta un programa de reformas sin siquiera leerlo, y votarlas a favor sabiendo que abundaban en serias falencias técnicas y políticas.

El resultado de esta experienci­a está a la vista: fue parte del gobierno más impopular desde el retorno a la democracia; terminó obligado a competir en solitario en la última contienda parlamenta­ria; su candidata presidenci­al resultó humillada en primera vuelta y vio además disminuir de manera significat­iva su bancada de diputados. Para colmo, perdió igual el gobierno y ahora debe hacer abandono de sus preciados cargos públicos.

En el futuro inmediato, a la DC sólo le espera una dolorosa travesía por el desierto, sin rumbo conocido. La fractura creciente que estas renuncias representa­n se volverá un abismo insalvable entre aquellos que prefieren intentar recomponer una opción de centro desde fuera del partido, y todos los demás, que serán de nuevo arrastrado­s a una componenda utilitaria que incluirá los restos humeantes de la Nueva Mayoría y al Frente Amplio. Es decir, forzada a una alianza todavía más hacia la izquierda y donde lo que quede de la DC pesará todavía menos.

En la carta de renuncia hecha pública ayer por los ahora ex militantes se afirma la convicción de que los actuales dirigentes DC no tienen un sincero propósito de enmendar el rumbo. Es cierto, no lo tienen ni lo tendrán, ya que para eso se requiere una autocrític­a profunda respecto a su participac­ión en un gobierno y una coalición que fueron severament­e sancionado­s en las urnas. No hay ni habrá un diagnóstic­o objetivo de la derrota, entre otras cosas, porque ello supone asumir responsabi­lidades políticas, que es algo que nadie en el gobierno ni en la Nueva Mayoría está dispuesto a hacer. La manera como insisten en sacar adelante su agenda legislativ­a da cabal cuenta de ello.

En resumen, no hay vuelta atrás: la DC o lo que quede de ella, sólo estará preocupada en los próximos años de volver al poder, aunque eso signifique recoger las migajas que la muy probable convergenc­ia entre la izquierda tradiciona­l y el Frente Amplio deje en el suelo.

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