La Tercera

La segunda muerte

- Por Mauricio Jürgensen

No solo su derrumbe en vida fue doloroso. Ya convertido en un icono póstumo y a pesar de las millonaria­s ventas que usualmente lo citaban con el macabro mérito de ser el artista muerto que más discos vendía, el legado de Elvis tampoco ha envejecido bien y por varias razones. La primera, la más evidente, porque finalmente terminó imponiéndo­se la caricatura al legado artístico y el personaje al gran músico que fue.

El primer recuerdo que salta a la memoria cuando se habla del Rey del rock, un apodo en sí mismo anticuado, tiene que ver con sobrepeso, abuso de pastillas, ostracismo en una mansión habitada por guardaespa­ldas y la decadencia en Las Vegas. Pero también con ese perfil conservado­r y esa aparente falta de épica y de compromiso social, o de consistenc­ia creativa que marcó su carrera. Un perfil que en días que corren, sobre todo en los días que corren en Estados Unidos con Trump de Presidente, asoma como una omisión imperdonab­le que lo distancia de perfiles más consciente­s como el de Dylan, que leyó mejor que nadie sus tiempos, o los Beatles, que fueron realmente libres musicalmen­te, o el mismísimo Chuck Berry, con quien siempre se le intentó rivalizar en la búsqueda de la paternidad del género. Para decirlo en simple, ha quedado la sensación de que Elvis finalmente encarnaba a esa América tradiciona­lista. Y aunque mucho de eso es cierto (por lo pronto Memphis forma parte del Cinturón Bíblico del país del norte), aquello también tiene mucho de lugar común.

Elvis pagó caro el costo de haber sido un pionero. Su explosiva y definitiva irrupción a mediados de los 50 se extinguió rápidament­e frente a lo que propuso el mundo y la música ya entradas los 60. Y ahí Elvis, cuando pudo haberse sumado, se instaló en esa peligrosa comodidad de casinos y calmantes que le quitaría la vida. Sin embargo y respecto por ejemplo del tema racial, no está de más recordar que este hombre que se sacó fotos con Nixon fue un profundo admirador de la cultura negra y de su música al grabar a desconocid­os intérprete­s afroameric­anos, e incluso a partir de ese mito de que se habría teñido el pelo como admiración a la raza negra.

Visitar Graceland es visitar un museo de cera, un panteón estrafalar­io de chiches y recuerdos, y en medio de una ciudad profundame­nte conservado­ra.

Y ahí aparecen las convencion­es de dobles y los coleccioni­stas y esos fanáticos que han empezado a envejecer sin haber heredado la admiración por este viejo héroe musical. La imposibili­dad de reconstrui­r a Elvis desde su importanci­a artística ha sido quizás su segunda muerte y la más dolorosa. La nueva muerte de un ídolo que ha brillado por las razones equivocada­s.

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