LOS ALCANCES DEL MENSAJE PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO
Sus homilías reafirmaron el marcado sello social de su magisterio, pero sorprende que haya elegido no posicionarse en ciertos temas clave de nuestra época.
La visita apostólica que el Papa Francisco realizó a nuestro país –cuya planificada organización permitió que las actividades del Pontífice en Santiago y regiones fluyeran con normalidad- da paso ahora al análisis sobre los alcances que ésta tuvo y de qué forma sus orientaciones pastorales cumplieron con las expectativas que se habían cifrado.
Al momento del balance, se advierte que Francisco sigue siendo un Papa muy carismático; sus gestos espontáneos y reconocida simpatía le permiten conectarse sin dificultad con la feligresía y el público general, y aun cuando la asistencia a sus misas masivas no siempre atrajo el número de asistentes que sus organizadores habían esperado –a excepción del Parque O’Higgins, con la presencia de unos 400 mil fieles-, no cabe duda de que la figura del Papa continúa despertando un interés que prácticamente ningún otro líder consigue provocar. En cambio, dejó una extraña impresión en cuanto a los gestos políticos que buscó dar –donde pareció no disimular demasiado sus propias preferencias personales-, mientras que el marcado acento social con que imprimió sus homilías –sin duda su sello más característico- no dio espacio para profundizar otras materias también de especial sensibilidad en la discusión actual.
Así, esta visita apostólica, aunque muy importante para el país y en especial para la Iglesia Católica, dista de haber logrado el mismo alcance y profundidad que tuvo la visita de Juan Pablo II en 1987 –quien, a diferencia de Francisco, abordó todos los temas álgidos de ese momento y cuyas interpelaciones siguen resonando hasta el día de hoy-, restándose de buscar un posicionamiento en varios de los temas esenciales de nuestra época, como la agenda valórica. Aun así, sus palabras –no cabe duda- dejan un legado que abre nuevas dimensiones en el debate nacional, y fueron también una inyección de vitalidad para su propia feligresía, movilizando a un millón y medio de personas.
Como era esperable, el tema de los abusos a menores en la Iglesia sería uno de los temas que se aguardaban con mayor expectación, debido a que en nuestro país también se han destapado una serie de casos, muchos de ellos aún sin sanción. El Papa, durante su discurso en La Moneda, pidió perdón por estos hechos. “No puedo dejar de manifestar el dolor y la vergüenza que siento por el daño irreparable causado a niños por ministros de la Iglesia”, lo que fue objeto de amplio reconocimiento. Es significativo que estas palabras de perdón y apoyo a las víctimas hayan ocurrido durante una ceremonia pública, y sin disimulo. También es valioso que finalmente se haya reunido reservadamente con un grupo de víctimas de abusos sexuales, lo que no estaba contemplado en la agenda oficial.
Pero fue su defensa al obispo de Osorno, Juan Barros –a quien algunos acusan de encubrimiento-, durante su visita a Iquique y a instantes de dejar el país, el episodio que quizás terminará marcando esta visita. “El día que me traigan una prueba contra el obispo Barros, ahí voy a hablar. No hay una sola prueba en contra. Todo es calumnia, ¿está claro?” Distintas voces han visto aquí una profunda inconsistencia en el actuar del Papa –una crítica que incluso la han manifestado importantes figuras del propio clero-, y probablemente pasará tiempo hasta que estas palabras se disipen. Fiel a su estilo de hacer declaraciones fuera de protocolo –así ocurrió en su anterior visita a la región, cuando manifestó simpatía al reclamo marítimo de Bolivia-, convendría que estas reflexiones hubiesen sido dichas en un contexto de mayor calma y análisis. Pero hay un aspecto que parece, sin embargo, rescatable, y es que el Pontífice ha defendido implícitamente el principio del debido proceso, una garantía que en la vertiginosa sociedad de hoy parece a veces muy debilitado en el fragor de las redes sociales. Es legítimo cuestionar si los antecedentes que el Pontífice posee para fundamentar sus dichos son insuficientes o parciales, pero en su entender no hay pruebas que condenen o inhabiliten al obispo y en ese marco ha hecho esta defensa, no exenta de un alto costo personal para su propia figura.
Había preocupación de que en su visita a La Araucanía el Papa pudiera exacerbar los ánimos; lejos de ello, sus homilías fueron muy ponderadas y probablemente donde logró sus mejores momentos. Allí hizo una fuerte defensa de los pueblos originarios, y recalcó la necesidad de cuidar sus culturas. Tampoco eludió el tema del conflicto indígena que afecta esta zona. “Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar”, pero hizo también un fuerte llamado al diálogo y la unidad y, sobre todo, a desterrar la violencia. “La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa”.
De mucha profundidad resultaron sus palabras en Iquique, donde se explayó acerca del respeto a los inmigrantes, como sello cristiano. “Aprovechemos también a aprender y a dejarnos impregnar por los valores, la sabiduría y la fe que los inmigrantes traen consigo”; también en su alocución a los jóvenes, en Maipú, logró una valiosa recepción.
Pero así como el Pontífice logró colocar estos sellos pastorales, hubo omisiones manifiestas. Así, por ejemplo, cuando aludió al “avance del paradigma tecnocrático que privilegia la irrupción del poder económico en contra de los ecosistemas naturales”, no abundó sobre cómo el Evangelio puede iluminar el desarrollo de una economía moderna. Pero quizás la ausencia más importante fue su nula omisión a los temas valóricos –si bien no pasó inadvertido el respaldo que le dio al rector de la UC por defender el carácter de la universidad-, lo que resulta extraño en un país donde estos temas están en plena discusión. No hubo mención a la reciente ley de aborto, tampoco al matrimonio igualitario – cuyo proyecto de ley se discute en el Congreso-, todos temas sobre los que Francisco tiene una clara línea doctrinaria, pero de los que inexplicablemente optó por restarse en esta ocasión.
Llama la atención que los grupos que han defendido con ahínco los postulados magisteriales en estas materias no fueran objeto de algún tipo de reconocimiento, lo que debe haber causado más de algún desánimo. Sorprende, igualmente, la frialdad que el Pontífice tuvo con el Presidente electo –un reconocido defensor de los postulados católicos-, en contraste con la calidez que mostró hacia las autoridades del actual gobierno. Con ello dejó una incómoda impresión de que prevaleció una suerte de distingo entre “adversarios”, lo que finalmente es un factor de división y que se aleja de las mejores tradiciones vaticanas.