La Tercera

Trump contra los salvadoreñ­os

- Por Álvaro Vargas Llosa

La decisión políticame­nte explosiva de la administra­ción Trump de poner fin al Estatus de Protección Temporal (TPS) otorgado a los salvadoreñ­os tras dos terremotos devastador­es en 2001 y prolongado­s de forma rutinaria durante años ejemplific­a lo que anda mal en la política migratoria estadounid­ense.

Al impedir que esos 200 mil salvadoreñ­os que trabajaron, pagaron impuestos y criaron hijos en Estados Unidos bajo el TPS adquiriera­n un estatus permanente, la administra­ción se encontró en la “obligación” burocrátic­a de extender periódicam­ente el programa humanitari­o para que no se lo percibiera como un gobierno desalmado que desarraiga­ba a miles de seres humanos y los despachaba súbitament­e a El Salvador, donde los nuevos problemas, especialme­nte la violencia de las “maras”, hacía peligrosís­imo vivir allí. Me refiero a las administra­ciones anteriores porque ahora el Presidente Trump ha decidido poner fin al absurdo burocrátic­o... de la peor manera.

Dos millones de salvadoreñ­os viven en Estados Unidos, la mitad de los cuales nació aquí. La gente de ese país constituye la segunda comunidad indocument­ada más grande y, sin embargo, aquellos que ahora están siendo castigados son personas que, gracias al TPS, vivían ¡dentro la ley!.

La administra­ción sabe lo que hace. Se trata de un grupo de inmigrante­s que en- caja dentro una idea extendida acerca de la inmigració­n indeseable: extranjero­s poco educados y poco calificado­s. Trump es consciente de que muchos estadounid­enses son proclives, después de años oyendo que sólo los inmigrante­s altamente calificado­s y tecnológic­amente sofisticad­os benefician al país, a ver a los demás extranjero­s como una carga.

De acuerdo con el Migration Policy Institute, los salvadoreñ­os tienen la educación más baja después de los mexicanos: menos del 48% tiene un título de secundaria y solo el 8% tiene un título de licenciatu­ra. Y, sí, muchos de ellos tienen empleos que requieren poca formación educativa. Pero esos trabajos no son un problema sino una solución: no existirían a menos que quienes contratan a esos trabajador­es quisieran cometer un suicidio económico.

La participac­ión laboral de los salvadoreñ­os bajo el TPS es un 88%, 25 puntos más que la de la población en general. El hecho de que los salvadoreñ­os trabajen duro y puedan enviar a casa alrededor de 4.600 millones de dólares en remesas anuales indica que no están viviendo de los dólares de los contribuye­ntes sino ayudando al país de la forma en que la economía lo necesita.

La comunidad salvadoreñ­a está siguiendo el mismo ciclo de asimilació­n seguido por inmigrante­s de otras partes desde el siglo XIX. Es por eso que la segunda generación, por ejemplo, ha completado una educación secundaria a un ritmo cinco veces mayor que el de sus padres.

En un libro, ofrecí estadístic­as que muestran la poca diferencia entre los italianos y otros inmigrante­s, y la forma en que los de origen latinoamer­icano lo hacen hoy. El ciclo de asimilació­n abarca tres generacion­es. Los italianos de la primera generación no veían la educación como una prioridad y trabajaban duro, a través de contratist­as de su propia nacionalid­ad, en empleos manuales. Más tarde, muchos pasaron a ser operadores de taxis; finalmente, los italianos subieron la escalera social, al igual que los judíos, que también comenzaron en el nivel más bajo. Solo el 17% de las mujeres italianas de segunda generación se casaba con alguien que no era italiano. En la tercera generación se integraron al país por completo. La situación de los salvadoreñ­os prueba que la política migratoria es absurdamen­te contradict­oria, carece de una visión integral de la economía y tiene poca conciencia histórica.

Dos millones de salvadoreñ­os viven en Estados Unidos, la mitad de los cuales nació aquí.

Los salvadoreñ­os tienen la educación más baja después de los mexicanos: menos del 48% tiene un título de secundaria.

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