Un afuerino en Cancillería
Al final la sorpresa, tanto o más que Educación –y también más que Desarrollo Social- fue Relaciones Exteriores. Roberto Ampuero es un afuerino que no tiene nada que ver con los barones y entorchados de la política exterior chilena. Es verdad que fue embajador, aunque por poco tiempo. Tampoco tiene una de esas trayectorias en organismos internacionales que normalmente dan créditos ante la cofradía diplomática para el manejo de asuntos de Cancillería.
En este gabinete es ciertamente una de las apuestas de mayor riesgo. Pero, al mismo tiempo, es una de las figuras que más se apartan de la matriz desde la cual el presidente electo articuló su equipo de colaboradores. En una plantilla donde hay poca diversidad social, Ampuero, por historia personal, por venir de donde viene, por el exilio, por haber nacido en Valparaíso y vivido en La Habana, Berlín, Estocolmo, Iowa o Ciudad de México, por dedicarse a la escritura o por haberse posicionado en sus columnas y ensayos en términos bien combativos en la batalla ideológica, podría ayudar a expandir las perspectivas del equipo político del nuevo gobierno. La duda es qué tanta autonomía tendrá frente al presidente, puesto que llega al gabinete a partir básicamente de una excelente relación de amistad con él.
Siendo un escritor de éxito y de novelas que se han situado durante mucho tiempo entre los libros más vendidos, Ampuero es un novelista que se conecta mejor con públicos amplios que con la cátedra. En el núcleo duro de la literatura más exigente, minoritaria, experimental, rupturista, crítica, académica o como quiera que se la llame, su obra despierta poco entusiasmo, quizás porque lo consideran solo un contador de historias y a estas alturas pareciera que estos talentos no garantizan de suyo el acceso a la pequeña república de la gloria literaria. En su obra, sin embargo, hay varios títulos efectivos y estimables. Algunos provienen de la serie policial de Cayetano Brulé –el detective cubano que se radicó en Valparaíso-, otros de la intimidad de sus historias de pareja (Los amantes de Estocolmo, por ejemplo) y ahí está además la que probablemente sea su obra más conseguida, Nuestros años verde olivo, que reivindica su experiencia en Cuba luego de partir al exilio. Es un libro cuya efectividad testimonial podría haber sido incluso superior en el formato de memorias, al que prefirió no arriesgarse para proteger tanto a su familia en Cuba como a testigos y a amistades suyas que quedaron en la isla.
Los dos libros de Diálogo de conversos que hizo con Mauricio Rojas dan cuenta del tránsito que experimentó Roberto Ampuero desde el marxismo de su juventud a las convicciones liberales que lo mueven en la actualidad. A diferencia de Rojas, cuya conversión fue básicamente intelectual, la de Ampuero también fue de orden vital puesto que su ruptura con el socialismo totalitario se fraguó en la época en que tuvo que vivir en la Cuba de Fidel y en la Alemania de Hoenecker.
Escritor comedido, interlocutor ameno, viajado, locuaz, optimista y simpático, Ampuero es un personaje de excelente trato que supo manejarse con cautela en el Ministerio de la Cultura, repartición que –huelga decirlonunca ha sido un lecho de rosas, por la cantidad de egos y presiones gremiales que abundan en el sector. Prefirió no comprarse batallas perdidas y logró poner paños fríos a varios conflictos generados por la intensidad y el carácter de su antecesor, Luciano Cruz Coke. Ampuero sabe escuchar, deja espacios a la participación, es bueno para conversar y, si estos estos atributos en principio no bastan para dirigir la política exterior chilena, para mover el timón un buque tan grande como la Cancillería, vaya que podrían contribuir a facilitarle la tarea. En el frente internacional Chile no la tiene fácil. Además de los recurrentes conflictos con el vecindario y los problemas asociados a nuestra creciente inserción en el mundo global, el país tiene un problema de imagen en el exterior que en algún momento habría que comenzar a tomar más en serio.