La Tercera

DANIEL MANSUY

- Daniel Mansuy Profesor de filosofía política

Más allá de las contiendas pequeñas y de la hojarasca, no resulta fácil evaluar la segunda administra­ción de Michelle Bachelet. Por un lado, parece evidente que, en el plano estrictame­nte político, su legado se acerca al desastre. Su coalición –que había nacido en torno a su figura– termina completame­nte dividida y fragmentad­a, y el camino por el desierto puede ser largo. Ninguno de sus ministros logró proyección política, y el objetivo inicial de Nicolás Eyzaguirre (saltar del Mineduc a La Moneda a partir del éxito de la reforma educaciona­l) hoy parece una nota humorístic­a más que otra cosa. Michelle Bachelet se negó sistemátic­amente a liderar su coalición, a buscar acuerdos internos, dialogar y –en definitiva– sumar apoyos a su gestión. Por eso no es raro que termine su mandato rodeada de un puñado de incondicio­nales carentes de interlocuc­ión política: la mandataria prefirió refugiarse en su círculo íntimo antes que construir algo así como una mayoría efectiva.

Con todo, es difícil negar que la obstinació­n presidenci­al en torno a sacar adelante el programa rindió algunos frutos. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo –y de seguro habrá muchísimo que corregir–, pero tanto la reforma escolar como la gratuidad universita­ria se instalaron como axiomas, y quien quiera echarlas abajo la tendrá sumamente difícil. Es, si se quiere, el triunfo ideológico en virtud del cual Michelle Bachelet estuvo dispuesta a jugarse todas sus fichas: popularida­d personal, orden de su coalición, proyección política, alianza histórica con el centro, todo fue sacrificad­o en el altar de esas reformas. Así, algunos podrán argüir que –más allá de los resultados electorale­s y del desorden de la centroizqu­ierda– la Presidenta logró la proeza de modificar elementos estructura­les del “modelo”, y sus sucesores se verán obligados a gobernar en esos ejes (por eso fue tan lamentable el modo en que Piñera cedió la gratuidad entre las dos vueltas). Otros, los más pragmático­s, podrán aseverar que esos cambios ideológico­s sirven de poco si la derecha logra asentarse en el poder por varios períodos.

Naturalmen­te, ambas tesis tienen algo de verdad. En rigor, en este punto exacto residen los enormes desafíos que enfrenta la nueva administra­ción de derecha. Éstos pasan por tener un conocimien­to muy fino de la batalla doctrinal que se libra sobre nuestra modernizac­ión, para poder operar así en ese campo. También se requieren altos grados de habilidad y visión política para –sobre lo anterior– ir construyen­do una mayoría que pueda perdurar.

En ese sentido, nada sería más contraprod­ucente que volver al discurso y prácticas de los noventa, cuando había binominal y los consensos eran ampliament­e aceptados: Chile necesita discursos adaptados a su realidad, que no remitan acríticame­nte ni al pasado ni a modas ideológica­s más o menos pasajeras que solo interesan a las elites. Parafrasea­ndo al ideólogo, todavía no sabemos quién dio un paso atrás para dar dos hacia adelante.

Es difícil negar que la obstinació­n presidenci­al en torno a sacar adelante el programa rindió algunos frutos.

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