Los detalles de Mon Laferte
Si le toca el principal escenario y uno de los turnos más esperados del fin de semana, Mon Laferte confía: sabe que a su favor tiene no sólo voz y repertorio, sino además el apoyo de sus gestos. Quizás por eso han sido hasta ahora sus conciertos los más precisos cinceles de su arrastre en Chile, incluso más que sus discos.
La viñamarina comanda los guiños de una intérprete adulta y coqueta, tan segura de sus capacidades (y las de los siete músicos de su banda) que está dispuesta a convencer a algún eventual escéptico que pase por allí con recelo. En sus sonrisas, sus taconeos, sus palabras y sus miradas, la cantante se ocupa en un constante ejercicio de seducción. Así resulta encantadora por igual para fans ya perdidamente enamorado/as que para escolares con cintillos de flores, quienes asumen en sus gestos ya sea complicidad, ya sea pura confiable cercanía.
Si no fuese por eso, el show de la tarde de ayer hubiese sido un set correcto como para explicar uno de los más contundentes coreos que hasta entonces conseguía artista alguno en Lollapalooza. Pero hay detalles que contribuyen tanto como esos pilares de sonido y repertorio a apreciar a la figura joven chilena que mejor delinea hoy en el continente la eterna meta de la música popular: tener un estilo distintivo. Son los de una sinceridad que puede llevar a Mon Laferte a cantarle a un destinatario desconocido que “puedes hacer lo que quieras conmigo” para, un minuto después, dedicarles varias frases de reclamo a los organizadores del festival por no dejarla proyectar imágenes en el fondo del escenario, “y que hasta cuándo vamos a aguantar que se trate mejor a los artistas extranjeros”.
Aparece así una figura que por igual obedece a las reglas de melodía y ritmo en los hits de vigor internacional, como se permite subir al escenario a Rulo y tres de sus músicos para cantar (y bailar) junto a ellos tres cuecas, con tormento, acordeón, pañuelo y todo. Hay hoy mensajes más fáciles que pedir sobre un escenario la legalización de la marihuana y darles la bienvenida a los inmigrantes en Chile (”como yo lo he sido en México hace once años, y lo agradezco”, según dijo), pero las inquietudes de Mon Laferte —rojos vestido, tacones, uñas y flor en el pelo— no son sólo las de la maqueta. Es una baladista pop que conoce bien la tradición profunda de la canción de amor en castellano, donde la mujer lleva una voz de carácter, conmovida por pasiones merecedoras de su entrega y, a la vez, es capaz de confesar fragilidad y pedir el regreso de quien la dejó convertida en “barquito de papel sin ti”. Franqueza y sentimiento.