La Tercera

Gatos y perros

- Álvaro Pezoa Ingeniero Comercial y Doctor en Filosofía

“No porque yo a un gato le pongo nombre de perro, comienza a ser perro”. Las declaracio­nes del cardenal Ezzati respecto al proyecto de ley sobre identidad de género han sido polémicas. No obstante, atienden a un punto de fondo. El artículo 1° del proyecto resulta esclareced­or: “Se entenderá por identidad de género la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente respecto de sí misma, la cual puede correspond­er o no con el sexo asignado al momento del nacimiento”. El género remite a una categoría relacional, no a una distinción natural. Según la OMS, éste se refiere a “los roles socialment­e construido­s, comportami­entos, actividade­s y atributos que una sociedad considera como apropiados para hombres y mujeres”. Esta noción se introduce para minar la honda raigambre natural de la sexualidad que hace que las personas sean varones o mujeres. Por eso es que, sin importar el sexo que un individuo posea (o sea), ahora será su “vivencia interna e individual” del género tal como aquél lo sienta respecto de sí mismo (subjetivam­ente), aquello que será relevante para la identidad de una persona.

Esta ley generará dos consecuenc­ias cruciales. Una antropológ­ica: la idea de ser humano del ordenamien­to jurídico será modificada en sus fundamento­s, desconocie­ndo la existencia de una naturaleza humana y dejando entregada a la “construcci­ón social” la comprensió­n del ser personal. Otra práctica: se abrirá la puerta para innumerabl­es sinrazones. No tendrá sentido defender que el matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer, pues no será importante cuando lo definitori­o en la identidad personal sea el género, no el sexo. En los hechos quedará prelegisla­do el denominado “matrimonio igualitari­o”. También carecerá de lógica debatir qué es una familia. ¿Cuántos tipos de género llegarán a reconocers­e? Existen listados que ya incluyen más de 30. Como se trata de una cuestión de índole absolutame­nte subjetiva, en principio será posible que se den tantos géneros como sujetos individual­es existan. Por otra parte, ¿cuántas veces una misma persona podrá alegar que cambió de género? Al final de cuenta se tratará de sus sentires interiores, tan volubles como inescrutab­les para los demás miembros de la comunidad ¿Y qué decir sobre la educación de los hijos? ¿Es esperable que los padres puedan formarlos teniendo en considerac­ión su natural condición sexuada o, pensando en sus “derechos individual­es”, tendrán que esforzarse en que experiment­en diversas autopercep­ciones de género para que después puedan optar por la que sus sentimient­os le indiquen? ¿O será la educación escolar la que se hará cargo de mostrar a los infantes la amplia gama de ellos entre los que podrán elegir?

La legislació­n sobre identidad de género resultará extraordin­ariamente determinan­te. En ella se juegan los pilares que configuran el orden social: la propia identidad personal, el matrimonio, la familia y la educación de los hijos. Su impacto desintegra­dor superará con creces los beneficios esperados en el intento por solucionar situacione­s particular­es excepciona­les. Pese a quien pesare el cardenal lleva razón: la realidad no muta por simples alteracion­es de nombres. El asunto es más profundo.

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