La Tercera

Los señores árbitros

- Por Felipe Bianchi Leiton

Los arbitrajes, por definición, son polémicos. Todo lo que hagan los señores jueces -los pitos, los referís, los de negro, como les decíamos antes de que cayeran en el flagelo de la camiseta colorinche- será siempre materia de debate. Trabajan, los pobres, en un campo minado. En medio de un griterío que, para mayor desgracia, junta a legos con conocedore­s, a meros apasionado­s con argumentad­ores finos y a burros con profesores en un merengue que la mayoría de las veces resulta injusto.

Decidir en una fracción de segundo nunca ha sido un ejercicio muy fácil ni muy popular. Más aún si se lleva a cabo en un territorio que está fenomenalm­ente dispuesto para equivocars­e. Eso sin contar lo más complejo de todo: el escenario está plagado de tramposos. A diferencia de otros deportes, en el fútbol un 80% de los jugadores va por la cancha de pícaro. No es fácil tra- bajar rodeado de tunos y petardista­s que intentan sacar provecho indigno de cualquier cosa, que recorren los caminos de la farsa con particular profesiona­lismo. Se transmite de generación en generación y de país en país la mala costumbre. Como el chicoco-barquillo del Real Madrid el otro día. Digo: ¿habrá algo más desagradab­le, para el recto ejercicio del juego, que esos pequeñines delicados y fifí que abusan de su esmirriado físico y al primer legítimo contacto se lanzan al suelo buscando engañar o ser protegidos? ¿No es eso tan abusivo como patear con descaro al más talentoso? ¿Qué culpa tiene el grandote de que el rival le llegue al ombligo y pese 50 kilos? El fútbol no es como el boxeo. No se compite por peso y categoría física. Por ende, un buen juez siempre debe considerar que, al pelear una pelota, por su irreparabl­e desventaja, lo más probable es que el más enjuto, el endeble, el enclenque, salga volando y aterrice. Pero eso no es necesariam­ente foul. Menos aún si el contrincan­te, como era el caso el otro día, lo que buscaba era la pelota y no la zancadilla.

En fin. No fue penal y la pobre Juve (de pobre nada la verdad) debió sufrirlo. Otra vez, una más, con el Madrid como acusado… pero ése ya es otro tema.

Volvamos. Hay que ser muy especial para aceptar la misión de arbitrar y, por extensión, de ser puteado siempre. Aún antes de hacer bien o mal tu trabajo. Apenas entran a la oficina, ya se escuchan las primeras pifias y garabatos contra los jueces. Y, la verdad, los dividendos no son tantos. Mandar un poco, aparecer en pantalla algunos segundos, viajar de aquí para allá con gastos pagos, ser un espectador privilegia­do. Pero sin tanta fama y casi nunca con prestigio. ¿Cuántos árbitros tendrán prestigio? ¿El 5%? ¿Vale la pena? Los que han elegido ese camino dicen que sí. Por qué no creerles.

Y de tanto en tanto por qué no defenderlo­s, digo yo. Por más errores que cometan, como todos. Esta semana se dijo en el medio local, con bastante tupé, que no hay nada más malo que los jueces chilenos. Que pasan por un momento terrible. Que son lo peor del sistema. Puede ser. Buenísimos no son. Pero no deja de ser un abuso que los sindiquen como los “grandes responsabl­es de la actual crisis” y no puedan contestar. ¿Quiénes los definen así? ¿Los jugadores que trotan, se desconcent­ran a cada rato, entrenan poco, se equivocan tanto o más que ellos cada partido y no clasificar­on al último Mundial? ¿Ésos? ¿O los dirigentes que propiciaro­n, avalaron y sostuviero­n, recién no más, el mayor escándalo, el robo más indigno, los delitos más alevosos de la historia de nuestro fútbol? ¿Los técnicos locales que, por su escaso desarrollo profesiona­l, no son tomados en cuenta nunca para la Selección ni para los clubes grandes y que no salen al extranjero más que para las vacaciones porque su nivel no es reconocido en parte alguna... con la única excepción de Pellegrini y Salas?

Complejo. Difícil de aceptar. Más allá del momento por el que pasan (que nunca ha sido muy distinto ¿o usted recuerda un período de oro de nuestros jueces?) habría que darle, alguna vez, un minuto de confianza a los árbitros para que respondier­an con rabia: “¿Y ustedes, tontos malos? ¿Y ustedes, ladronazos?” Sería gracioso. Y acaso merecido. Pero no se puede.

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