La Tercera

El desierto que avanza

- Pablo Ortúzar Antropólgo social

Quienes rebaten la tesis sobre el “malestar”, apuntando solo a los innegables avances de nuestro país en los últimos 30 años, cometen un error simétrico al de sus adversario­s. Unos pecan de pesimismo, otros de optimismo. La modernizac­ión no es un proceso sin víctimas. Ser modernos es, como decía Marshall Berman, “encontrarn­os en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimient­o, transforma­ción de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. Destrucció­n que todos experiment­amos en alguna medida, que se ensaña con los más débiles y cuyo atajo debería ser la prioridad de todo gobierno. Hay que ponerle atención a la mancha del jaguar.

Según los datos disponible­s, Chile es un país que envejece rápido (1/9 chilenos es mayor de 64 años hoy, 1/6 lo será en 2050), donde muchos niños nacen en la pobreza (26,3%), fuera de la institució­n matrimonia­l (73%) y en hogares que deben más del 70% de lo que ganan. Tenemos altos índices de enfermedad­es mentales como depresión y ansiedad; de obesidad, especialme­nte infantil; y de sedentaris­mo y adicción al alcohol o las drogas. Asimismo, muchos declaran no tener amigos (27%) y no confiar casi en nadie (13% confía en otros). Y, finalmente, tenemos una alta y creciente tasa de suicidios (13,3 por 100 mil habitantes). Todo sin mencionar que casi la mitad de los chilenos presenta serias dificultad­es en comprensió­n lectora (45%) y uso de aritmética básica (51%).

Así, muchos chilenos nacen en familias poco estructura­das y pobres, viven una adolescenc­ia traumática, iletrada y sedentaria; una adultez depresiva, endeudada y solitaria y una vejez marcada por la enfermedad y el abandono. Hay ahí un desierto de sinsentido que avanza: una rasgadura en el tejido social.

La confianza en los políticos y la política, por otro lado, está en el suelo (91% no espera nada de ellos). Luego, no es rara la abstención electoral y la poca fe democrátic­a.

En suma, hay un divorcio entre la política y los problemas principale­s de los chilenos. Y también una ausencia de reflexivid­ad sociológic­a en los diagnóstic­os de los partidos y de las élites dirigentes. La política está despolitiz­ada: sus discursos oscilan entre dogmas económicos abstractos y agendas “valóricas” a las que solo los grupos acomodados dan prioridad, y que muchas veces repercuten de modo distinto en los sectores marginados. ¿Por qué los chilenos deberían esperar algo de una política elitizada, irreflexiv­a y socialment­e desanclada?

Una de las claves del problema puede estar en la operación de nuestro sistema de opinión pública: los temas que más polémica, visibilida­d mediática y tuits generan no son los más importante­s, sino los más “candentes” para la élite. Esto produce incentivos perversos y enajena las prioridade­s políticas. ¿Cómo transforma­r esta realidad? ¿Cómo hacer que los que están arriba celebrando los triunfos de la “autonomía individual” vean el desierto que, bajo sus pies, avanza?

En suma, hay un divorcio entre la política y los problemas principale­s de los chilenos.

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