La Tercera

El Primer Hermano

- Por Daniel Matamala

Pablo Piñera es el nuevo embajador en Argentina. El Presidente ha nombrado a su hermano en uno de los puestos más apetecidos de nuestra diplomacia, y con eso nuestra República (ese régimen en que lo público y lo privado deben estar estrictame­nte separados) es un poco menos pública que antes. Lo que ha ocurrido es cesarismo presidenci­al. Y es nepotismo. Con todas sus letras.

“Tiene los méritos suficiente­s”, dicen desde el gobierno, y también desde la ex Concertaci­ón figuras como el senador Insulza y el exministro Foxley. Pero eso es no entender el punto. Este es un puesto de designació­n presidenci­al, no de concurso. ¿Acaso cientos de chilenos –diplomátic­os de carrera, exparlamen­tarios y exministro­s, personas destacadas en el mundo de la academia y la culturano tienen tanto o más mérito que el Primer Hermano para ser considerad­os?

Pero, entre ese enorme universo de candidatos, el Presidente elige precisamen­te a su familiar. Con ello rompe el contrato social implícito en una república. En él, le concedemos a un Presidente poder discrecion­al para ciertas designacio­nes, en el entendido de que no lo usará arbitraria­mente para beneficio propio o de su familia. Si lo hace, como en este caso, el Presidente erosiona la base de legitimida­d sobre la que se erige su poder. Y cuando el poder se vuelve arbitrario, surge la pregunta de si hay que limitarlo por ley. Así ocurrió en Estados Unidos cuando John F. Kennedy rompió el contrato tácito al designar a su hermano como fiscal general. La república reaccionó, y en 1967 el Congreso aprobó una ley para que eso nunca más pudiera ocurrir.

Lo más desconcert­ante es que este nombramien­to no sirve a ningún propósito político evidente. Sabemos que la profusión de “operadores” en el aparato del Estado es un mal que todos los gobiernos toleran, para asegurar lealtad en la cadena de decisiones y mantener unida a la coalición que sustenta el gobierno. Muchas de las designacio­nes de familiares, en este y otros gobiernos, pueden entenderse así.

Pero al poner a su hermano en la embajada el Presidente no logra eso. No compra ninguna lealtad. Solo erosiona su base de respaldo; da municiones a sus rivales, abiertos (Guillier) o larvados (José Antonio Kast); y pone en incómodo trance a sus aliados, obligados a criticarlo, a guardar incómodo silencio o a ejecutar contorsion­es gimnástica­s para defender lo indefendib­le.

Y el chaparrón de la designació­n es solo el comienzo del problema. En Chile sabemos que poner a un familiar del Presidente en un cargo de gobierno es instalar una bomba de tiempo en el corazón de La Moneda, una que puede explotar en cualquier momento. Pregúntenl­e a Lagos y a Bachelet, que se autoinflig­ieron las peores crisis de sus presidenci­as al designar a su yerno en Corfo y a su hijo en la Dirección Sociocultu­ral, respectiva­mente. Qué podría salir mal, ¿no?

Pero el Presidente sigue sin entender los conflictos de interés. Tal como en su primer gobierno mantuvo sus acciones de Blanco y Negro, y nombró como máxima autoridad deportiva a su socio en la propiedad de la concesiona­ria de Colo-Colo, el ahora resucitado Gabriel Ruiz-Tagle. Tal como sigue respondien­do con enervación a los cuestionam­ientos al manejo de su patrimonio. La frontera entre el Estado y el bien personal, básica en una república, es algo que Piñera sigue sin comprender, o sin importarle. Y por lo tanto, tal como le pasó con Colo-Colo en 2010 y con Exalmar en 2016, sigue tropezando con las mismas piedras, una y otra y otra vez.

Intenciona­lmente o no, el Presidente ejercita así los límites de su poder. Pone a prueba si todo lo que no está prohibido explícitam­ente por ley puede hacerse sin pagar costos políticos. Ensaya si hay alguna frontera al cesarismo en un régimen ultrapresi­dencialist­a, cuando ha ganado una elección con clara mayoría, y cuando los poderes económicos lo respaldan con indisimula­do entusiasmo.

¿Cómo reaccionar­á a esta prueba ese ente informe al que llamamos República?

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