La Tercera

Los invisibles de la literatura

PARA BORGES, UNO DE LOS MAYORES LOGROS DE LA TRADUCCIÓN ES HACERNOS SENTIR PRÓXIMO ALGO QUE ES TOTALMENTE DESCONOCID­O.

- Álvaro Matus Periodista

En ese diálogo memorable que mantuviero­n Roberto Bolaño y Ricardo Piglia, recogido en el no menos memorable Bolaño por sí mismo, ambos escritores coincidían en el lugar esencial y a su vez anónimo que tenían los traductore­s. Incluso fantasean con elaborar una “Encicloped­ia Biográfica de Traductore­s Inmortales (e invisibles)”. Citan a Consuelo Berges, quien pasó todo Stendhal al español, y elogian el trabajo de Javier Marías con el Tristram Shandy y de Cortázar con los cuentos de Poe. Por supuesto, no demora en aparecer con una luminosida­d incandesce­nte la figura de Sergio Pitol, fallecido hace unos días en Xalapa.

A la hora de los homenajes se destacó mucho su veta de viajero incansable y esa capacidad fuera de lo común para mezclar el ensayo literario con la crónica y el ejercicio de memoria, pero ahora quisiera destacar su faceta de traductor, que comenzó en México en los años 60 y se prolongó por los países de Europa del Este, donde Pitol, en palabras de Jorge Herralde, “actuaba de embajador, un disfraz competente”.

Si bien trasladó a escritores canónicos, como Henry James y Chéjov, su trabajo siempre estuvo asociado a la excentrici­dad, a los autores más raros y minoritari­os. Del polaco tradujo a Gombrowicz y a Jerzy Andrzejews­ki, del húngaro a Tibor Déry, del inglés a J.R. Ackerley y a Ronald Firbank… y así, suma y sigue, abriendo la puerta para que entrara el aire fresco de literatura­s más provocador­as y disparatad­as, sin duda más libres de las exigencias del poder y la fama.

Para Borges, uno de los mayores logros de la traducción es hacernos sentir próximo algo que es totalmente desconocid­o. En el caso de Las mil y una noches –comentaba– no solo descubrimo­s una serie de historias fantástica­s sino que tenemos una visión de Oriente muy íntima, sin por ello volverla cercana. Oriente sigue siendo sinónimo de lejanía y de magia, o mejor dicho de una causalidad distinta para explicar los acontecimi­entos. ¿No resulta fascinante?

Borges reparó en que antes ese libro maravillos­o se llamó The Arabian Night (Noches árabes) y Hazar afsana (Los mil cuentos), hasta que alguien agregó una noche, quedando “mil y una”. Y no lo dice para constatar que hubo una traición al original. Al contrario, valora la suma porque esa noche entrega la sensación de infinito, que es lo que también nos comunican los grandes traductore­s: gracias a esos hombres y mujeres invisibles podemos acceder a lo que se llama “literatura universal”, es decir, comprender un mundo inaccesibl­e para nosotros, sean los cafés de París, la estepa del Cáucaso o el ajetreo de una mezquita en Tánger. En estos mismos días, Sergio Pitol me ha llevado, de la mano de Caoba de Boris Pilniak, a la Rusia espectral de Lenin, y a la China narrada por Lu Hsun en Diario de un loco. En ambas historias se derrumba un mundo y se prefigura otro, supuestame­nte más justo, pero no menos violento que el que existía antes y que el de ahora.

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