La Tercera

Atado y bien atado

- Por Daniel Matamala

De más está decirte que cuentes conmigo para lo que necesites”, le decía Pablo Wagner en sus mails a uno de los dueños de Penta, Carlos Lavín. En esos mismos correos en que se declaraba “agradecido de por vida”, negociaba con él el pago de $ 42 millones que recibió en platas negras de Penta mientras era subsecreta­rio de Minería, y hacía gestiones como promover la designació­n de su mecenas en el directorio de Codelco.

Para el fiscal Manuel Guerra, hace poco esos correos y esos $ 42 millones eran prueba de soborno, “un tema intransabl­e, por la relevancia de este delito, en cuanto al bien jurídico que afecta: la probidad pública”.

Pero, como nos hemos enterado en las últimas horas, en el caso Penta ahora lo intransabl­e se transa, el soborno ya no es soborno, y tanto Wagner como “los Carlos” negocian recibir una cómoda pena remitida, sin juicio oral y sin cárcel.

Todo atado y bien atado.

Que “se le dé la mayor celeridad posible a la investigac­ión por la cual ha sido desaforado, atendiendo que se afectan los quórums necesarios para la aprobación de leyes y para no afectar la voluntad popular expresada en el reciente acto eleccionar­io”.

Esas fueron las palabras con que un oficio del Senado exigió al fiscal nacional apurar el caso de Iván Moreira. Poco después, la fiscalía abandonó el caso sin perseguir condena, con una simple suspensión condiciona­l.

Esta semana, Jorge Abbott tomó el micrófono ante una audiencia selecta que incluía a uno de los dos firmantes de ese oficio, el entonces senador y ahora ministro de Justicia, Hernán Larraín.

Como un alumno ansioso por complacer a sus examinador­es, Abbott repitió frente a ellos casi textualmen­te esas palabras, pero ahora haciéndola­s suyas. “Los fiscales debemos estar consciente­s de que nuestras decisiones pueden impactar el funcionami­ento de otras institucio­nes, como el Congreso Nacional, si es que se afectan los quórums de las votaciones legislativ­as”.

Los persecutor­es ya no solo deben investigar delitos, sin importar quién los cometa. Ahora su trabajo “se trata de resguardar la voluntad popular expresada en las urnas” (otra frase que Abbott copió casi textualmen­te del oficio del Senado).

El argumento es más increíble aún porque estamos hablando de casos en que, precisamen­te, se violaron las reglas de la competenci­a democrátic­a. Parlamenta­rios ganaron haciendo trampa, recibiendo platas negras para romper los límites de gasto electoral. Al abandonar las investigac­iones, la fiscalía permite que esa trampa determine la composició­n del Congreso. Todo atado y bien atado.

Según Transparen­cia Internacio­nal, Chile es el segundo país menos corrupto de Sudamérica, pero su posición se ha deteriorad­o en los últimos tres años. Esta es una pendiente resbaladiz­a. Si todos compran y venden influencia con platas negras, quien no lo hace queda en desventaja, tal como el atleta honesto no puede competir si no se controla el doping. A ese empresario o político íntegro le quedan solo dos opciones: retirarse de la competenci­a o hacer trampa él también.

Y si el poder compra impunidad, el incentivo no es no hacer trampa. Es acumular el poder suficiente para estar a resguardo si la trampa llega a descubrirs­e.

Y eso es clave. Porque la evidencia mundial muestra que para ganarle a la corrupción no basta con el crecimient­o económico, la democracia, la transparen­cia y la educación. Es necesario que la élite decida liderar esa batalla.

Veamos el caso de Suecia y Dinamarca, considerad­os hoy como paradigmas de la probidad. Hasta mediados del siglo XIX eran países muy corruptos, en que los puestos en el Ejército se compraban y los funcionari­os públicos que robaban al Fisco quedaban impunes si devolvían la plata al ser pillados con las manos en la masa.

¿Qué pasó? Según investigac­iones como la de Rothstein y Teorell, fue solo cuando la oligarquía se sintió bajo una amenaza existencia­l que accedió a las reformas. En el caso de Suecia, fue una guerra perdida con Rusia y un extendido fermento revolucion­ario los que crearon la conciencia.

Los casos, más modernos, de Hong Kong y Singapur muestran algo parecido; solo cuando la élite se sintió bajo amenaza interna o externa avanzó en medidas reales para derrotar la corrupción en el más alto nivel.

En Chile, esa amenaza fue fuerte en 2015, cuando Penta, Caval y SQM estaban fuera del control político. Esa sensación de peligro existencia­l permitió algunos avances, como las reformas propuestas y empujadas por la Comisión Engel. Pero ese impulso ya acabó.

La marea ha vuelto a la normalidad. Y ante la evidencia, más que imitar a Suecia, los dueños del poder están decididos a hacerse los suecos.

Confían en que ya está todo atado y bien atado.

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