Atracción fatal
“¿Qué es ser liberal?”, era el nombre del seminario, y resultó del todo adecuado. El contrapunto entre las «dictaduras menos malas» de Áxel Kaiser, y el «todas las dictaduras son inaceptables» de Mario Vargas Llosa mostró, efectivamente, dos formas de ser liberal. Una mínima, jibarizada, que reduce el liberalismo a un puñado de recetas económicas (propiedad privada, sí; Estado e impuestos, no) y otra que habla de la Libertad con mayúsculas, en todas sus facetas y dimensiones.
Para la primera, la democracia es utilitaria: apenas un medio. Para la segunda, la democracia es un fin en sí mismo.
“¿Cuántos en esta sala preferirían vivir en la dictadura de Maduro o en Cuba que lo que fueron los años 80 en Chile? Probablemente nadie”, se preguntó Káiser, suponiendo, tal vez con razón, que en esa sala no estaban los familiares de los quemados, los hijos de los degollados, o los amigos de los masacrados en las protestas de esa década terrible para Chile.
Es que el mito de la próspera dictablanda es doblemente falso. Por los crímenes y la represión, pero también por las cifras económicas y sociales de los 17 años de dictadura: 2,9% de crecimiento anual, 12,7% de desempleo promedio (sin contar las humillaciones del PEM y el POJH), aumento de 0% del sueldo mínimo real entre 1977 y 1989, pauperización de los profesores, y 5.501.153 chilenos hundidos en la pobreza en 1987, cuando la crisis ya había pasado hace mucho, y Chile aún tenía un 45% de pobreza y un 17% de indigencia.
Como en un espejo deformado, esta misma semana esa atracción fatal por las dictaduras se mostró también en La Habana, con el presidente del Partido Comunista chileno encabezando en primera fila la celebración del Día de los Trabajadores en Cuba.
Es que, claro, también para buena parte de la izquierda chilena hay dictaduras menos malas, o incluso dictaduras que no son dictaduras. Los regímenes de Cuba y Venezuela siguen siendo defendidos o justificados, con contorsiones dignas de la gimnasia olímpica no solo por los viejos jerarcas del PC, sino por algu- nas jóvenes figuras de la renovación política.
Esa atracción fatal sigue viva. Esa idea de que tal vez no es tan malo saltarse las reglas democráticas de tanto en cuando por un fin superior (inserte aquí su favorito: progreso, orden, justicia social).
¿Dónde estuviste el 73? ¿De qué lado te quedaste el 88? Por mucho tiempo, en Chile la posición ante la dictadura ha sido la administración del pasado. Ahora comienza a ser el futuro. Miremos alrededor. La democracia tropieza en Brasil y Perú, tambalea en Hungría y Polonia, se quiebra en Turquía y Nicaragua, se derrumba en Venezuela.
Madeleine Albright dice que nunca, desde que Hitler se suicidó en su búnker, el fascismo había sido una amenaza tan grande para el mundo. Dos profesores de Harvard escriben un libro («Cómo mueren las democracias»), con una pregunta que hace poco hubiera parecido impensable. ¿Están los Estados Unidos a punto de seguir el camino dictatorial de Maduro, Putin y Erdogan?
En Chile nos creemos a salvo. ¿Lo estamos realmente, con una élite ciega, sorda y muda ante las demandas de participación ciudadana e igualdad ante la ley? Una que cierra filas para garantizar su impunidad, y que, cual aprendiz de brujo, coquetea con el trumpismo, experimentando aquí y allá con copiar algunas recetas (las mentiras como herramienta, la sospecha contra los otros como instrumento) y ver qué pasa.
La próxima vez que nuestra democracia esté en peligro, no será con el estruendo de unos Hawker Hunter bombardeando La Moneda. Será con la labia de algún líder carismático que prometa poner orden, barrer con los corruptos, traer la prosperidad, y acabar con las injusticias, sin esas molestas fajas del Congreso (corrupto), la prensa (mentirosa) o la Justicia (injusta).
Cada generación tiene sus propias pruebas de fuego.
Y cuando llegue la nuestra, ¿quiénes se resistirán a la atracción fatal de los autócratas? ¿De qué lado estará la derecha chilena? ¿De qué lado estará la izquierda? Y, ¿de qué lado estarás tú?