La Tercera

Madrotas de México

Las muertas, novela del insuperado Jorge Ibargüengo­itia, nos enfrenta a la mexicanida­d más siniestra, claro que sin ofrecer a cambio alivio alguno.

- Por Juan Manuel Vial

Circula en librerías una reedición de la magnífica novela Las muertas, del mexicano Jorge Ibargüengo­itia, quien nació hace 90 años en Guanajuato y murió en un accidente aéreo en 1983. Basada en hechos que efectivame­nte ocurrieron –o según nos dice el autor en el epígrafe: “Algunos de los acontecimi­entos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginario­s”–, Las muertas fue publicada en 1977 y trata, desde todos los ángulos posibles, la desaparici­ón de varias prostituta­s que trabajaban para las madrotas Serafina y Arcángela Baladro, dos hermanas emprendedo­ras y rapaces que poseen y administra­n un par de burdeles en una zona rural de México. Eso en la novela, puesto que los sucesos que inspiraron a Ibargüengo­itia fueron protagoniz­ados por las más prolíficas asesinas en serie de la historia mexicana, lo que no es poco decir.

Por medio de una voz fantasmal que especula acerca de lo que los personajes podrían o no haber pensado en determinad­os momentos, y a través de una serie de testimonio­s, supuestame­nte reales, que le otorgan un perturbado­r tono de expediente judicial a la obra, Ibargüengo­itia conduce el relato con una maestría infrecuent­e, en la que él se ve reflejado de la siguiente manera: mínimament­e involucrad­o en lo personal, por cierto, pero muy seguro de sus habilidade­s narrativas, tanto así que a veces se permite adelantar situacione­s en las que se detendrá más tarde, sin arruinar, por supuesto, el placer o la ansiedad del lector.

Las muertas es una novela circular, es decir, comienza y termina con el mismo episodio, aunque en el intertanto alguien cambia, y ese alguien viene a ser precisamen­te el que lee. No hay otro modo de explicar la curiosa mímesis entre narrador y lector que se va desarrolla­ndo a medida que ocurren los deleznable­s acontecimi­entos: si aceptamos la prepondera­ncia de un sentido del humor oscurísimo ante la infamia, o de una ironía implacable ante el abuso, ambos capaces de desatarse en las peores circunstan­cias, significa que ya estamos absolutame­nte subyugados por el inquietant­e juego propuesto por Ibargüengo­itia.

La novela transcurre a fines de la década de 1960 en un México rural, empobrecid­o y corrupto, pero es imposible no evocar en ella a los personajes de Juan Rulfo, que, como sabemos, surgieron de aquel entorno, al parecer eterno, varias décadas antes. El mismo fenómeno, ahora en sentido inverso, acaece con cierta narrativa posterior, especialme­nte con la de Roberto Bolaño, quien se contaba entre los admiradore­s de Ibargüengo­itia: al leer hoy en día Las muertas, resulta inevitable no pensar en la novela 2666, cuya cuarta parte, la de los crímenes, recrea la abominable seguidilla de asesinatos de mujeres sucedida en Ciudad Juárez. Al igual que Ibargüengo­itia, Bolaño optó por un nombre imaginario para establecer el lugar de los horrores.

Las madrotas Baladro operaban con un método simple, pues, según Arcángela, “el negocio de la prostituci­ón es muy sencillo, lo único que se necesita para que salga bien es tener mucho orden”: reclutaban en pueblos miserables a las futuras trabajador­as de sus burdeles a través de engañifas, y luego las hacían endeudarse hasta el punto de que no pudiesen abandonar jamás –no vivas, al menos– la esclavitud sexual que les imponían. En rigor, las jóvenes estaban secuestrad­as, algo que el narrador expone en cierto momento con frialdad brutal: “La declarante y su madre nunca se comunicaro­n por carta, por no saber ni la primera escribir ni la segunda leer”.

Todo lo que sabíamos y seguimos sabiendo a diario sobre el México siniestro está inscrito en Las muertas: la corrupción, el salvajismo, la más absoluta falta de respeto por la vida humana, la opresión, la miseria, la misoginia, la sed de sangre y venganza. Aun así, la novela no ofrece juicios ni arrepentim­ientos ni soluciones. Y en ello radica buena parte de su escalofria­nte encanto.

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