La Tercera

Ruido de fondo

- Max Colodro Filósofo y analista político

El ritmo que ha adquirido el deterioro de imagen del gabinete ministeria­l es, en verdad, alarmante. A dos meses de su instalació­n, los desacierto­s comunicaci­onales se han vuelto rutina, una variable que con demasiada anticipaci­ón está socavando la credibilid­ad pública de las nuevas autoridade­s. Esta semana, la ilegalidad del protocolo sobre objeción de conciencia en materia de aborto dejó al ministro de Salud al borde de una acusación constituci­onal; y el viaje del titular de Hacienda a una reunión de ex alumnos de la Universida­d de Harvard – financiado con recursos públicos-, puso en entredicho a la autoridad encargada de impulsar la política de austeridad fiscal.

“Autogoles”, “errores no forzados” o, más bien, un signo de los tiempos, en que la función pública está siendo desacredit­ada por una clase política que no entiende y no conecta con la sensibilid­ad de los ciudadanos. Lo que se expresa en desproliji­dad, frases impropias y una clara incomprens­ión de los límites entre lo público y lo privado: hoy Felipe Larraín consideró que el Fisco debía financiar una invitación a Boston que recibió antes de ser nombrado ministro de Hacienda; ayer, la Presidenta Bachelet decidió que el Estado debía pagar los cerca de 60 millones de pesos que costó su decisión de viajar a Brasil, a ver un partido de la selección chilena.

Personas inteligent­es, profesiona­les destacados y con trayectori­a política, a los que pareciera que la sensación de omnipotenc­ia simplement­e los transforma, abriendo las puertas a un desvarío que conduce a creer que se puede hacer o decir cualquier cosa. En rigor, el fallido nombramien­to del hermano del Presidente en la embajada de Argentina se inscribe en la misma lógica, es decir, en un desborde de los más elementale­s mapas cognitivos, esos marcos donde lo que para el ciudadano común resulta obvio, para las autoridade­s encumbrada­s en las esferas del poder, no existe.

Es cierto: Chile se encuentra aún distante de los casos de deterioro político que se observan en otras latitudes; sin ir más lejos, en Perú y en Brasil los últimos presidente­s han terminado destituido­s o tras las rejas. Pero el daño reputacion­al que nuestras autoridade­s se generan cotidianam­ente a sí mismas no es menor ni es gratis, y a larga termina por afectar también la imagen y la credibilid­ad de las institucio­nes. Ahí están el escandalos­o desfalco en Carabinero­s y el incómodo intrínguli­s en que hoy se encuentra el Fiscal Nacional, también amenazado por el riesgo de una eventual destitució­n.

De algún modo, las últimas semanas han sido un buen ejemplo de lo que este “ruido de fondo” provoca en la gestión pública. Un gabinete cuyas desintelig­encias comienzan a trabar la agenda gubernamen­tal, una oposición sin propuestas ni proyecto, pero que en función de las licencias que concede el gobierno, se atrinchera en el uso y abuso de las prerrogati­vas de la Contralorí­a. En un mes el país transitó de la oportunida­d abierta por el espíritu de unidad y las comisiones transversa­les, al fantasma de la acusación constituci­onal y la lógica de las destitucio­nes. Una inflexión lamentable para los desafíos que la sociedad tiene por delante y respecto de los cuales el gobierno posee la primera responsabi­lidad: la de no ver sus prioridade­s, su diseño político y sus tiempos, desfigurad­os por errores absurdos.

Alguien dirá que por enésima vez aquí “falta política”, pero en este caso, pareciera tratarse de algo más simple y a la vez más complejo de resolver.

La función pública está siendo desacredit­ada por una clase política que no entiende y no conecta con la sensibilid­ad de los ciudadanos.

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