Palos de ciego
“Los fieles están muy esperanzados”, dijo el arzobispo de Concepción al partir al Vaticano. Y es cierto. Muchos católicos bien intencionados esperan que, de un dedazo furibundo, Jorge Bergoglio barra con la jerarquía chilena.
Liberada de esos malos pastores, esos que durante 30 años han estado obsesionados con lo que los feligreses hacen y no hacen con sus genitales -mientras al mismo tiempo encubren o minimizan los delitos sexuales de influyentes sacerdotesla Iglesia Católica podrá recuperar el prestigio, la confianza y la influencia que ha perdido en este período oscuro.
Son grandes esperanzas. Y totalmente infundadas.
El problema de la Iglesia Católica es mucho más grande que Ezzati y Errázuriz, o que Barros y Karadima. Su problema es global y, en el largo plazo, insuperable.
En los últimos 30 años no solo hubo malos obispos y prioridades equivocadas. Pasó algo mucho más relevante: la sociedad chilena prosperó, se modernizó y se secularizó. Y esas son buenas noticias. La relación es clarísima: en todo el mundo, cuando las sociedades se desarrollan, se educan y prosperan, tanto la fe como la religión institucionalizada pierden su papel dominante.
Una de las pocas excepciones es la de Estados Unidos. Allí, la libertad religiosa engendró un pujante mercado de la fe, que cautiva a los consumidores con una guerra sin cuartel. Cada pastor compite contra su prójimo para ofrecer a su comunidad el mejor producto religioso: beneficios sociales generosos, discursos carismáticos, ideología a la carta.
Es la misma estrategia con que los pastores evangélicos conquistan espacio en América Latina. La fe romana ofrece todo lo contrario. Una estructura verticalista, jerárquica hasta el absurdo, en que un Jefe de Estado extranjero nombra desde el Vaticano, a dedo, a 5.132 obispos, y en que la carrera de 413 mil sacerdotes no depende de su vínculo con la comunidad en que trabajan, sino de su talento para ascender en el laberíntico besamanos eclesiástico.
Bergoglio podrá decir una y mil veces que quiere «pastores con olor a oveja», pero esto no es un asunto de palabras bonitas, sino de poder y de incentivos. Y hoy, cualquier sa- cerdote con talento y ambición sabe que no es ese olor a oveja el que lo llevará lejos en su carrera.
En 2012, Joseph Ratzinger designó obispo de Aihara, Nigeria, a Peter Opkalepe, un sacerdote de la etnia Ibo, la misma a la que pertenece el influyente cardenal Francis Arizne. Los sacerdotes y laicos de la diócesis, de la etnia rival Mbaise, se negaron a aceptarlo. Tras cinco años de resistencia, Jorge Bergoglio citó al Vaticano a una delegación de la iglesia nigeriana y los acusó de «destruir a la Iglesia», «cometer pecado mortal» y de ser «sacerdotes manipulados, acaso desde el extranjero y fuera de la diócesis».
¿Les recuerda a Osorno, que, según decía el mismo Papa, «sufre por tonta» y por dejarse «llevar de las narices de todos los zurdos, que son los que armaron la cosa»?
Tal como lo hizo en Chile, Bergoglio conminó a los nigerianos a la obediencia. Les ordenó que pidieran perdón por escrito, en una carta en que, además, debían jurar fidelidad al nuevo obispo. Y, tal como en Chile, debió retractarse. En febrero de 2018, después de seis años de crisis, Opkalepe renunció.
Los papas Roncalli y Montini ya habían entendido, hace medio siglo, que una estructura tan verticalista no podía sobrevivir. Pero Karol Wojtyla sí lo creyó posible y, gracias a su carisma único y su muñeca política, generó la ilusión de una Iglesia revitalizada. En verdad, lo que creó fue una renovada competencia por las preferencias de las élites, en que Opus Dei, legionarios y schoenstatianos, entre otros, se enfrentan con los jesuitas por el 1% de los feligreses.
En un mundo secular y horizontal, esta cultura jerárquica, elitista y paternalista está destinada al fracaso.
Y la mejor prueba es lo que ocurre en estos días. La esperanza de la Iglesia chilena no está puesta en su trabajo cotidiano en las poblaciones, dominadas por los pastores evangélicos; ni en la renovación de sus seminarios, hoy vacíos; ni menos en su nula presencia en el debate cultural en temas como el feminismo.
No. La esperanza es que décadas de ocaso se solucionen con un dedazo milagroso desde Roma. «Francisco está iluminado por el Espíritu Santo», dijo el arzobispo de Concepción. Difícil creerlo; sus erráticas contradicciones más bien parecen palos de ciego.