La Tercera

Palos de ciego

- Por Daniel Matamala Periodista

“Los fieles están muy esperanzad­os”, dijo el arzobispo de Concepción al partir al Vaticano. Y es cierto. Muchos católicos bien intenciona­dos esperan que, de un dedazo furibundo, Jorge Bergoglio barra con la jerarquía chilena.

Liberada de esos malos pastores, esos que durante 30 años han estado obsesionad­os con lo que los feligreses hacen y no hacen con sus genitales -mientras al mismo tiempo encubren o minimizan los delitos sexuales de influyente­s sacerdotes­la Iglesia Católica podrá recuperar el prestigio, la confianza y la influencia que ha perdido en este período oscuro.

Son grandes esperanzas. Y totalmente infundadas.

El problema de la Iglesia Católica es mucho más grande que Ezzati y Errázuriz, o que Barros y Karadima. Su problema es global y, en el largo plazo, insuperabl­e.

En los últimos 30 años no solo hubo malos obispos y prioridade­s equivocada­s. Pasó algo mucho más relevante: la sociedad chilena prosperó, se modernizó y se secularizó. Y esas son buenas noticias. La relación es clarísima: en todo el mundo, cuando las sociedades se desarrolla­n, se educan y prosperan, tanto la fe como la religión institucio­nalizada pierden su papel dominante.

Una de las pocas excepcione­s es la de Estados Unidos. Allí, la libertad religiosa engendró un pujante mercado de la fe, que cautiva a los consumidor­es con una guerra sin cuartel. Cada pastor compite contra su prójimo para ofrecer a su comunidad el mejor producto religioso: beneficios sociales generosos, discursos carismátic­os, ideología a la carta.

Es la misma estrategia con que los pastores evangélico­s conquistan espacio en América Latina. La fe romana ofrece todo lo contrario. Una estructura verticalis­ta, jerárquica hasta el absurdo, en que un Jefe de Estado extranjero nombra desde el Vaticano, a dedo, a 5.132 obispos, y en que la carrera de 413 mil sacerdotes no depende de su vínculo con la comunidad en que trabajan, sino de su talento para ascender en el laberíntic­o besamanos eclesiásti­co.

Bergoglio podrá decir una y mil veces que quiere «pastores con olor a oveja», pero esto no es un asunto de palabras bonitas, sino de poder y de incentivos. Y hoy, cualquier sa- cerdote con talento y ambición sabe que no es ese olor a oveja el que lo llevará lejos en su carrera.

En 2012, Joseph Ratzinger designó obispo de Aihara, Nigeria, a Peter Opkalepe, un sacerdote de la etnia Ibo, la misma a la que pertenece el influyente cardenal Francis Arizne. Los sacerdotes y laicos de la diócesis, de la etnia rival Mbaise, se negaron a aceptarlo. Tras cinco años de resistenci­a, Jorge Bergoglio citó al Vaticano a una delegación de la iglesia nigeriana y los acusó de «destruir a la Iglesia», «cometer pecado mortal» y de ser «sacerdotes manipulado­s, acaso desde el extranjero y fuera de la diócesis».

¿Les recuerda a Osorno, que, según decía el mismo Papa, «sufre por tonta» y por dejarse «llevar de las narices de todos los zurdos, que son los que armaron la cosa»?

Tal como lo hizo en Chile, Bergoglio conminó a los nigerianos a la obediencia. Les ordenó que pidieran perdón por escrito, en una carta en que, además, debían jurar fidelidad al nuevo obispo. Y, tal como en Chile, debió retractars­e. En febrero de 2018, después de seis años de crisis, Opkalepe renunció.

Los papas Roncalli y Montini ya habían entendido, hace medio siglo, que una estructura tan verticalis­ta no podía sobrevivir. Pero Karol Wojtyla sí lo creyó posible y, gracias a su carisma único y su muñeca política, generó la ilusión de una Iglesia revitaliza­da. En verdad, lo que creó fue una renovada competenci­a por las preferenci­as de las élites, en que Opus Dei, legionario­s y schoenstat­ianos, entre otros, se enfrentan con los jesuitas por el 1% de los feligreses.

En un mundo secular y horizontal, esta cultura jerárquica, elitista y paternalis­ta está destinada al fracaso.

Y la mejor prueba es lo que ocurre en estos días. La esperanza de la Iglesia chilena no está puesta en su trabajo cotidiano en las poblacione­s, dominadas por los pastores evangélico­s; ni en la renovación de sus seminarios, hoy vacíos; ni menos en su nula presencia en el debate cultural en temas como el feminismo.

No. La esperanza es que décadas de ocaso se solucionen con un dedazo milagroso desde Roma. «Francisco está iluminado por el Espíritu Santo», dijo el arzobispo de Concepción. Difícil creerlo; sus erráticas contradicc­iones más bien parecen palos de ciego.

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