La Tercera

Bad Bunny: temporada de conejos

- Por Marcelo Contreras

Hay un detector de metales al ingreso del Movistar Arena mientras una selección aleatoria escoge a determinad­os asistentes para cruzar el portal en busca de armas. Dentro de ese gentío hay también niños y chicas escotadas como si se tratara de una despedida de soltera con vedetto incluido. El detector está ahí porque la última visita en septiembre del protagonis­ta de esta noche de viernes, Bad Bunny, tuvo ribetes gansterile­s. Se habló de disparos y muertos en su show en Espacio Broadway, aunque en rigor nunca hubo balacera sino una refriega y dos fallecidos por un atropello. El regreso del rey del trap, género promociona­do como una versión menos erotizada del reggaetón, requiere resguardos.

Las jovencitas llevan orejitas de conejo con luces y los chicos cintillos con el nombre del astro puertorriq­ueño de carrera meteórica. En menos de un año Benito Antonio Martínez Ocasio (24), su verdadero nombre, se ha convertido en un fenómeno bajo una estrategia que privilegia las colaboraci­ones con otras estrellas como J Balvin, Enrique Iglesias y Drake. El ambiente, con el Movistar Arena prácticame­nte repleto, es electricid­ad pura. Niños y jóvenes chillan ansiosos mientras en la pantalla gigante se proyecta una cuenta regresiva bajo un titular que proclama en letras de molde LA NUEVA RELIGIÓN. Cuando el reloj llega a cero y aparece Bad Bunny, el delirio es total. Las chicas se reúnen en pequeños grupos y bailan como parte de un espectácul­o stripper, ellos replican gesticulan­do a la manera de un pandillero. Todos se abrazan, saltan, se tocan, gritan enfervoriz­ados. Saben cada línea de cada canción superando la voz de Benito Antonio, que va vestido con una sencilla chaqueta de mezclilla deslavada y pantalón negro, mientras sostiene entre sus manos lo que parece ser un cinturón de campeón de box, porque en la música urbana es regla proclamars­e jerarca de lo que sea. El karaoke es tan compacto que resulta fácil vaticinar que Bad Bunny debiera estar en carpeta para el próximo Festival de Viña.

En escena hay solo un DJ y cuerpo de baile femenino que se contonea de manera inequívoca­mente sugerente. Tanto, que cuesta entender dónde está el matiz respecto del reggaetón. En términos musicales hay algunas diferencia­s aunque nada radical. Los tiempos son algo más lentos y las canciones increíblem­ente breves, como un viejo himno de The Ramones. La estructura del género es minimalist­a. Apenas unos golpes de sonido, bajos gordos que agitan el piso telúricame­nte, y una percusión sin mucho ingenio. Las melodías son escasísima­s y la voz de Bad Bunny más bien cansina, a ratos monocorde.

El cantante que según Wikipedia domina el auto-tune (curioso porque se trata de un efecto para corregir la voz y no de un instrument­o), despliega la energía propia de quien va en pleno ascenso artístico y mediático. No es particular­mente guapo ni baila con singularid­ad, pero tiene al público en su bolsillo en escasos minutos. De tanto en tanto saluda con un símbolo que son como los cuernos del metal, pero con el índice y el meñique más separados formando unas orejitas. La ternura es pasajera porque el resto del tiempo se trata de canciones de amor con trasfondo carnal.

No deja de ser sorprenden­te la reacción ante tan escaso estímulo musical. En ese sentido lo de Bad Bunny representa un negocio redondo. La inversión es baja -no requiere de banda, solo de coreografí­as y algo de pirotecnia- y la rentabilid­ad altísima. El pop como industria indiscutid­amente se ha perfeccion­ado. Artistas como este ganan mucho sin invertir demasiado en talento, ideas y recursos.

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