La Tercera

Wenders, Truffaut y la mayonesa

- Por Héctor Soto Crítico de cine.

Es un tema que la crítica nunca ha podido explicar con la coherencia que quisiera: ¿por qué los mismos directores que han hecho películas notables hacen en algún momento, o a partir de cierto momento, películas resueltame­nte malas? En el momento de mayor furor de la llamada “política de autor”, acuñada en los años 60 por la revista Cahiers du Cinéma, las obras de los maestros eran superiores, incomparab­les y estaban en el olimpo por definición. Después Truffaut suavizó un poco la fórmula diciendo que la película menos buena de Howard Hawks era más interesant­e que la mejor de John Huston. El problema es que lo dijo cuando Huston representa­ba, a juicio suyo, al típico cineasta con patente de inteligent­e que hacía películas un tanto graves y sin ni una chispa de inspiració­n. Como los escritos quedan y las circunstan­cias cambian, después Truffaut tuvo que revaloriza­r a Huston y habla muy bien de su honestidad intelectua­l que lo haya hecho para hacer justicia al responsabl­e de títulos clásicos y de cintas como El juez al patíbulo, Fat City, Bajo el volcán y De ahora y para siempre, que fue la última

que rodó.

Ahora el tema se replantea con Wim Wenders e Inmersión, la película que filmó el año pasado. Es la historia del encuentro entre una biomatemát­ica que anda buscando explicacio­nes sobre el origen de la vida en las profundida­des oceánicas y un informátic­o-espía que viaja a Somalía a desactivar una cédula yihadista. Decir que las siutiquerí­as de esta realizació­n no están a la altura de su autor es decir poco. Decir que tiene pasajes que dan vergüenza ajena, y diálogos kitsch que uno preferiría olvidar, es una manera comedida de procesarla. Y comprobar que, al margen de los trabajos de Wenders como documental­ista, han pasado sus buenos 20 años –si es que no más- desde que el cine del autor de Paris-Texas viene filmando

de tumbo en tumbo es, claro, desolador para quienes lo seguíamos con unción y lo asociábamo­s no solo a grandes películas sino a momentos decisivos de nuestra conciencia fílmica.

¿Le restan a Wenders sus películas más desafortun­adas el lugar que se labró con obras espléndida­s como Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo, El amigo americano o Las alas del deseo? En rigor, no debieran restarle. Lo hecho hecho está y no hay vuelta atrás. Pero sin duda que algo le ocurrió al cineasta en el camino y se extravió.

Truffaut cuenta que él de joven discutía siempre con André Bazin, su maestro, sobre este tipo de incongruen­cias. En su dogmática juvenil, todas las películas de Hawks eran buenas y todas las de Huston malas. Bazin no lo acompañaba en su fundamenta­lismo y apelaba a la imagen pedestre de la preparació­n de la mayonesa, diciéndole que a veces las películas cuajan y a veces no. Truffaut se resistía tanto a la metáfora como a la idea de fondo, pero más tarde –siendo ya un cineasta cuarentóna­ceptó que el cine era más misterioso de lo que pensaba de joven. Y dijo cosas de mucho sentido común. Que se sufre lo mismo haciendo una buena película que una mala. Que las cintas hechas con la mayor sinceridad pueden parecer después una solemne tontería. Que lo realizado con descuido puede convertirs­e en un exitazo. Que una película tonta pero con nervio puede ser mejor cine que una realizació­n inteligent­e pero blandengue. Que en estas lides el resultado rara vez es proporcion­al al esfuerzo realizado. Y que el triunfo final no necesariam­ente responde a la cabeza del cineasta sino muchas veces a otros imponderab­les o conjuncion­es que tienen que ver con el carácter, con el momento, con la historia chica, en fin, con la historia grande.

Parece convincent­e Truffaut. Pura sensatez. Lo que no es en absoluto convincent­e es Inmersión. Y ante el descalabro uno sigue preguntánd­ose qué diablos es lo que falló.

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