Mayo del 18
Ya sabemos quiénes protagonizan el medio siglo de mayo del 68. Mayo del 18 es el momento del feminismo. Y eso tiene consecuencias subversivas. La ola feminista subvierte: trastorna, altera el orden establecido. Lo hace en todas las estructuras de poder: desde el gobierno hasta la familia, desde la cultura hasta las relaciones de pareja.
Esta no es una revolución política; es una transformación cultural.
En las universidades, las cúpulas de las federaciones estudiantiles se hacen a un lado, sobrepasadas por movimientos ad hoc. En los medios, líderes de opinión usualmente lúcidos tropiezan por opinar livianamente de un tema sobre el que jamás han reflexionado. En el gobierno, el ministro de Educación —la angustia reflejada en su rostro— camina por un campo minado verbal en cada una de sus palabras, mientras su colega del Ministerio de la Mujer copa el espacio vacío, simplemente usando el sentido común.
Los hombres estamos acostumbrados a ser los protagonistas, literalmente desde la cuna: «los príncipes» del hogar y «los campeones» de la publicidad. 26 de los 27 rectores del Cruch, 306 de los 327 directores de empresas del IPSA, y prácticamente todos los columnistas de los diarios de referencia del domingo, somos hombres.
Y ahora, de pronto, nos vemos relegados a una posición secundaria, a una dimensión alternativa en que las brújulas ya no apuntan al norte, la división de izquierda y derecha dice poco y nada, y ni siquiera el humor (ese barómetro de las estructuras implícitas de la sociedad) es ya el mismo.
La irrupción femenina triza jerarquías y cuestiona estructuras.
No es casualidad que las instituciones más verticales sean las que niegan cualquier espacio de poder a las mujeres. La Iglesia Católica, con excusas impresentables, hasta hoy las excluye de su estructura de mando. «La mujer en la Iglesia es más importante que los obispos y que los curas. ¿Cómo? Esto es lo que debemos tratar de explicitar mejor», es la última pirueta verbal del Papa Jorge Bergoglio al respecto.
Las Fuerzas Armadas han debido abrirse, con enorme resistencia en el caso de la Armada. Cuando se descubrió que marineros espiaban a sus compañeras con cámaras ocultas para luego compartir sus imágenes por WhatsApp, el exco- mandante en jefe y exsenador de la República Jorge Arancibia culpó a las recién llegadas: «Yo me opuse terminantemente al ingreso de la mujer a la Armada por todas estas cosas que se podían prever».
Es, desde el Jardín del Edén, siempre la mujer la culpable. Es la rebelde Eva y la manzana. Es la indisciplinada Lot convertida en estatua de sal. La mujer viene a subvertir. Por eso los silencios incómodos y las explicaciones vergonzosas de nosotros, los hombres, los amenazados.
La perla de esta semana es la declaración del Centro de ex Alumnos del Instituto Nacional, en respuesta a los casos de abusos en ese colegio. Es una imperdible joya de 10 puntos en que estos augustos varones aseguran que el «primer foco de luz de la Nación» por 205 años ha «servido los intereses permanentes de la República, dando a la Patria Ciudadanos que la han dirigido, hecho florecer y honrar». Nos informan que son «la institución escolar más señera de la República, proyectándose con brío al porvenir». Se quejan de sufrir ataques sexistas «por mano o vociferación ajena» (¿?), amenazan con «la soledad y el olvido» a los críticos, y rematan «sin vanidad ni soberbia: el Instituto Nacional es y será siempre parte de la historia de Chile».
Sobre la demanda de que este «primer foco de luz de la Nación» tenga a bien abrir su haz para iluminar también a más de la mitad de la población, excluida de postular a él, son claros. «No toleraremos, ni aceptaremos se rompan las tradiciones que nos han permitido sortear con éxito el tiempo».
¿Qué puede motivar a personas teóricamente instruidas a escribir un mamarracho como este? (el que, por cierto, ha sido repudiado por muchos exestudiantes del IN). Se me ocurre que solo el miedo. El pavor a un mundo nuevo.
Llamemos las cosas por su nombre. Esa «tradición» no es más que el veto de las mujeres de instituciones religiosas, militares y académicas en que se forma la elite dirigente. A veces la discriminación es explícita; a veces opera de forma solapada, en una cultura misógina que repele a las mujeres, como se ha denunciado en la Escuela de Derecho de la Universidad Católica.
La buena noticia es que esas «tradiciones» retroceden. Culpen al mercado o a la contracultura; esa es otra discusión. El mundo está siendo subvertido, hoy, en mayo del 18, frente a nuestros ojos.