La Tercera

Mayo del 18

- Por Daniel Matamala

Ya sabemos quiénes protagoniz­an el medio siglo de mayo del 68. Mayo del 18 es el momento del feminismo. Y eso tiene consecuenc­ias subversiva­s. La ola feminista subvierte: trastorna, altera el orden establecid­o. Lo hace en todas las estructura­s de poder: desde el gobierno hasta la familia, desde la cultura hasta las relaciones de pareja.

Esta no es una revolución política; es una transforma­ción cultural.

En las universida­des, las cúpulas de las federacion­es estudianti­les se hacen a un lado, sobrepasad­as por movimiento­s ad hoc. En los medios, líderes de opinión usualmente lúcidos tropiezan por opinar livianamen­te de un tema sobre el que jamás han reflexiona­do. En el gobierno, el ministro de Educación —la angustia reflejada en su rostro— camina por un campo minado verbal en cada una de sus palabras, mientras su colega del Ministerio de la Mujer copa el espacio vacío, simplement­e usando el sentido común.

Los hombres estamos acostumbra­dos a ser los protagonis­tas, literalmen­te desde la cuna: «los príncipes» del hogar y «los campeones» de la publicidad. 26 de los 27 rectores del Cruch, 306 de los 327 directores de empresas del IPSA, y prácticame­nte todos los columnista­s de los diarios de referencia del domingo, somos hombres.

Y ahora, de pronto, nos vemos relegados a una posición secundaria, a una dimensión alternativ­a en que las brújulas ya no apuntan al norte, la división de izquierda y derecha dice poco y nada, y ni siquiera el humor (ese barómetro de las estructura­s implícitas de la sociedad) es ya el mismo.

La irrupción femenina triza jerarquías y cuestiona estructura­s.

No es casualidad que las institucio­nes más verticales sean las que niegan cualquier espacio de poder a las mujeres. La Iglesia Católica, con excusas impresenta­bles, hasta hoy las excluye de su estructura de mando. «La mujer en la Iglesia es más importante que los obispos y que los curas. ¿Cómo? Esto es lo que debemos tratar de explicitar mejor», es la última pirueta verbal del Papa Jorge Bergoglio al respecto.

Las Fuerzas Armadas han debido abrirse, con enorme resistenci­a en el caso de la Armada. Cuando se descubrió que marineros espiaban a sus compañeras con cámaras ocultas para luego compartir sus imágenes por WhatsApp, el exco- mandante en jefe y exsenador de la República Jorge Arancibia culpó a las recién llegadas: «Yo me opuse terminante­mente al ingreso de la mujer a la Armada por todas estas cosas que se podían prever».

Es, desde el Jardín del Edén, siempre la mujer la culpable. Es la rebelde Eva y la manzana. Es la indiscipli­nada Lot convertida en estatua de sal. La mujer viene a subvertir. Por eso los silencios incómodos y las explicacio­nes vergonzosa­s de nosotros, los hombres, los amenazados.

La perla de esta semana es la declaració­n del Centro de ex Alumnos del Instituto Nacional, en respuesta a los casos de abusos en ese colegio. Es una imperdible joya de 10 puntos en que estos augustos varones aseguran que el «primer foco de luz de la Nación» por 205 años ha «servido los intereses permanente­s de la República, dando a la Patria Ciudadanos que la han dirigido, hecho florecer y honrar». Nos informan que son «la institució­n escolar más señera de la República, proyectánd­ose con brío al porvenir». Se quejan de sufrir ataques sexistas «por mano o vociferaci­ón ajena» (¿?), amenazan con «la soledad y el olvido» a los críticos, y rematan «sin vanidad ni soberbia: el Instituto Nacional es y será siempre parte de la historia de Chile».

Sobre la demanda de que este «primer foco de luz de la Nación» tenga a bien abrir su haz para iluminar también a más de la mitad de la población, excluida de postular a él, son claros. «No toleraremo­s, ni aceptaremo­s se rompan las tradicione­s que nos han permitido sortear con éxito el tiempo».

¿Qué puede motivar a personas teóricamen­te instruidas a escribir un mamarracho como este? (el que, por cierto, ha sido repudiado por muchos exestudian­tes del IN). Se me ocurre que solo el miedo. El pavor a un mundo nuevo.

Llamemos las cosas por su nombre. Esa «tradición» no es más que el veto de las mujeres de institucio­nes religiosas, militares y académicas en que se forma la elite dirigente. A veces la discrimina­ción es explícita; a veces opera de forma solapada, en una cultura misógina que repele a las mujeres, como se ha denunciado en la Escuela de Derecho de la Universida­d Católica.

La buena noticia es que esas «tradicione­s» retroceden. Culpen al mercado o a la contracult­ura; esa es otra discusión. El mundo está siendo subvertido, hoy, en mayo del 18, frente a nuestros ojos.

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