La Tercera

Renuncia de obispos

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

32 OBISPOS “RENUNCIADO­S” EN CHILE, NINGUNO DE LA CURIA EN ROMA, ¿NI SIQUIERA ALGUNO DE LOS MUCHOS INTERLOCUT­ORES CON QUE EL VATICANO SE COMUNICA CON AUTORIDADE­S LOCALES?

Cuatro horas antes de partir a mejor vida, dispuesto a morir reconcilia­do con su fe e Iglesia, Talleyrand entrega sus manos al encargado de administra­rle la Extrema Unción, pero cerradas en señal de que seguía manteniend­o ciertas dignidades. Nadie más pecador que Talleyrand, licencioso y sin escrúpulos. Confiscó bienes eclesiásti­cos en medio de la Revolución Francesa para paliar el déficit fiscal; medida extrema, diabólica dirán algunos, difícil de tolerar por la institució­n afectada (perseguida más bien, se entendió en su momento). Impertérri­to, sin embargo, le hace ver al abate Dupanloup, quien aplicaría los santos óleos: “No olvide usted que soy obispo” (de Autun, entre 1788 y 1791). Autoridade­s estas —prelados y sacerdotes— que, habiendo sido ungidas, no requieren extender sus palmas.

La escena solemne, preparada de antemano (habiendo dilatado monseñor, repetidas veces, firmar documentos aceptando someterse para poder recibir los óleos), retrata lo complicado, no un puro trámite por secretaría, que puede llegar a ser para un consagrado, también para su Iglesia, esto de dimitir a cargos que se les cree un don, una misión trascenden­te, no sólo de este mundo. Para nada equivalent­e lo de un ministro, general o alto ejecutivo a quien se le ordena cuadrarse frente a su superior jerárquico —un presidente de la república o de empresas, por ejemplo—, a lo de este investido a quien no cabe despojarle algo indeleble, gracia o carisma una vez conferido, cualquiera su falta cometida. Si incluso podría sostenerse que se trataría de una dignidad imborrable superior a la de un monarca que abdica (a no todas las monarquías se las tiene por divinas).

No de este mundo semejante escena. Lo supo Talleyrand, príncipe en más de un sentido, para su provecho y posible salvación. Lo sabemos algunos todavía, quienes ni siquiera comulgamos con estas lógicas. Definitiva­mente, no de este mundo, y menos del actual. ¿Cómo entender, entonces, una masiva “renuncia” de obispos, inédita y a escala total como la acontecida a la jerarquía chilena? ¿Es que habría que comprender­la conforme a criterios de este nuevo mundo que la misma Iglesia dice querer reconocer? ¿Querer o sentirse presionada a aceptar por, además, la última monarquía absoluta en Occidente?

Treinta y dos obispos en ejercicio en Chile “renunciado­s”, ninguno de la curia en Roma, ¿ni siquiera alguno de los innumerabl­es interlocut­ores con que el Vaticano se comunica con autoridade­s locales y eso que causales detrás suponen interlocuc­iones de aquí a allá y viceversa? Lo menciono porque no es ningún misterio para historiado­res que la Iglesia no es sólo de Roma, y no hay que ser católico y apostólico para saber qué rechazos puede encender semejante centralism­o. En fin, ¿qué hubiese dicho Talleyrand, además de obispo, diplomátic­o magistral?

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