Sacarse la coraza
LA GRAVEDAD DEL MAL CAUSADO NO SE RESUELVE CON UN DETERMINADO PORCENTAJE DE RENOVACIÓN DE LA JERARQUÍA. LO ÚNICO QUE PUEDE SERVIR ES UNA PROFUNDA CONVERSIÓN.
Soy católico. Y como muchos católicos chilenos, siento el peso del dolor por los crímenes y las faltas cometidas por hermanos consagrados que traicionaron gravemente la confianza inocente en ellos depositada. Siento, además, el peso de la vergüenza por no haber hablado antes, más fuerte y más claro. Siento, también, otro peso: el de la coraza que pensé que debía llevar para protegerme y para proteger los valores en los que creo. Me puse coraza, “armadura de hierro y acero” dice el diccionario, para protegerme de los que se suponía eran los principales enemigos de mi Fe. Enemigos que estaban allá afuera, en el terreno de la secularización y de ideologías varias
Claramente, esa coraza no sirvió mucho. Y no sirvió, porque el enemigo más temible no estaba afuera. Por supuesto que existen filosofías materialistas o hedonistas que prometen una felicidad imposible. Y que existen, también, ideologías que no respetan auténticamente la dignidad de la persona. Todos esos males y peligros existen, pero, después de todo lo que ha pasado, ya sería hora que reconociéramos que aquellos males no son el demonio principal.
El problema estaba, y está, en la soberbia de creernos mejores que los demás. En la facilidad con que nos cerramos a escuchar lo que quiere decirnos ese otro que vive y piensa distinto. En defender a ultranza al correligionario, al sacerdote o al Obispo, solo porque no debíamos “abrir un flanco” que le sirviera al “enemigo de la Iglesia”. La incapacidad de tener autocritica por temor a aparecer débiles o confundidos. El poner el sentido de cuerpo por encima de la caridad frente al extraño que reclama contra uno de los “nuestros”. El seguir esgrimiendo el principio de autoridad, como una cuestión exclusiva y excluyente, sin tener la humildad de reconocer que nuestra legitimidad está trizada. En fin, el poner la política, las estructuras y las leyes por encima del amor.
De aquí no se sale con un “paquete de medidas”. La gravedad terrible del mal ya causado no se resuelve con un determinado porcentaje de renovación de la jerarquía. Lo único que puede servir es una profunda conversión. Y esa conversión no puede ser otra cosa que volver a Jesús. Ese Jesús que nunca anduvo con coraza y que, por eso, entabla dulce conversación con la mujer samaritana adultera, el publicano colaboracionista o el centurión invasor.
El Papa Francisco ha invitado a los laicos chilenos a empezar la conversión. Dice el Santo Padre en carta de la semana pasada: “Ustedes podrán dar los pasos necesarios para una renovación y conversión eclesial que sea sana y a largo plazo. Con ustedes se podrá generar la transformación necesaria que tanto se necesita. Sin ustedes no se puede hacer nada. Exhorto a todo el Santo Pueblo fiel de Dios que vive en Chile a no tener miedo de involucrarse y caminar impulsado por el Espíritu en la búsqueda de una Iglesia cada día más sinodal, profética y esperanzadora; menos abusiva porque sabe poner a Jesús en el centro, en el hambriento, en el preso, en el migrante, en el abusado”.