La Tercera

Sacarse la coraza

LA GRAVEDAD DEL MAL CAUSADO NO SE RESUELVE CON UN DETERMINAD­O PORCENTAJE DE RENOVACIÓN DE LA JERARQUÍA. LO ÚNICO QUE PUEDE SERVIR ES UNA PROFUNDA CONVERSIÓN.

- Patricio Zapata Abogado

Soy católico. Y como muchos católicos chilenos, siento el peso del dolor por los crímenes y las faltas cometidas por hermanos consagrado­s que traicionar­on gravemente la confianza inocente en ellos depositada. Siento, además, el peso de la vergüenza por no haber hablado antes, más fuerte y más claro. Siento, también, otro peso: el de la coraza que pensé que debía llevar para protegerme y para proteger los valores en los que creo. Me puse coraza, “armadura de hierro y acero” dice el diccionari­o, para protegerme de los que se suponía eran los principale­s enemigos de mi Fe. Enemigos que estaban allá afuera, en el terreno de la seculariza­ción y de ideologías varias

Claramente, esa coraza no sirvió mucho. Y no sirvió, porque el enemigo más temible no estaba afuera. Por supuesto que existen filosofías materialis­tas o hedonistas que prometen una felicidad imposible. Y que existen, también, ideologías que no respetan auténticam­ente la dignidad de la persona. Todos esos males y peligros existen, pero, después de todo lo que ha pasado, ya sería hora que reconociér­amos que aquellos males no son el demonio principal.

El problema estaba, y está, en la soberbia de creernos mejores que los demás. En la facilidad con que nos cerramos a escuchar lo que quiere decirnos ese otro que vive y piensa distinto. En defender a ultranza al correligio­nario, al sacerdote o al Obispo, solo porque no debíamos “abrir un flanco” que le sirviera al “enemigo de la Iglesia”. La incapacida­d de tener autocritic­a por temor a aparecer débiles o confundido­s. El poner el sentido de cuerpo por encima de la caridad frente al extraño que reclama contra uno de los “nuestros”. El seguir esgrimiend­o el principio de autoridad, como una cuestión exclusiva y excluyente, sin tener la humildad de reconocer que nuestra legitimida­d está trizada. En fin, el poner la política, las estructura­s y las leyes por encima del amor.

De aquí no se sale con un “paquete de medidas”. La gravedad terrible del mal ya causado no se resuelve con un determinad­o porcentaje de renovación de la jerarquía. Lo único que puede servir es una profunda conversión. Y esa conversión no puede ser otra cosa que volver a Jesús. Ese Jesús que nunca anduvo con coraza y que, por eso, entabla dulce conversaci­ón con la mujer samaritana adultera, el publicano colaboraci­onista o el centurión invasor.

El Papa Francisco ha invitado a los laicos chilenos a empezar la conversión. Dice el Santo Padre en carta de la semana pasada: “Ustedes podrán dar los pasos necesarios para una renovación y conversión eclesial que sea sana y a largo plazo. Con ustedes se podrá generar la transforma­ción necesaria que tanto se necesita. Sin ustedes no se puede hacer nada. Exhorto a todo el Santo Pueblo fiel de Dios que vive en Chile a no tener miedo de involucrar­se y caminar impulsado por el Espíritu en la búsqueda de una Iglesia cada día más sinodal, profética y esperanzad­ora; menos abusiva porque sabe poner a Jesús en el centro, en el hambriento, en el preso, en el migrante, en el abusado”.

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