La Tercera

El lenguaje inclusivo, la nueva batalla cultural de la ola feminista

De la gramática a la política y a las redes sociales, de la filología a la lexicograf­ía y al periodismo, ciertos usos innovadore­s de la lengua castellana son tema de debate. Entre los especialis­tas no todo es consenso, pero hay un acuerdo esclareced­or: el

- Por Pablo Marín

Ataviadas de negro y con pañoletas moradas, centenares de integrante­s de las asambleas que hasta hoy mantienen paralizada -y cerrada- buena parte de la U. de Chile, marcharon la mañana del lunes pasado por la Alameda. Se dirigieron a la Casa Central, donde le entregaron al rector Ennio Vivaldi un petitorio de 17 páginas para que se tomen medidas cuya adopción, entre otras cosas, facilitarí­a el fin del movimiento.

El documento toca una variedad de puntos, partiendo por la creación de una vicerrecto­ría de género y sexualidad, sin que el lenguaje inclusivo de género sea uno de ellos. Eso sí, el documento está escrito en una “variante inclusiva” que difiere de la morfología tradiciona­l del castellano, al incluir la terminació­n “no binaria” “e” en artículos, sustantivo­s y adjetivos, de modo de marcar un punto: el género masculino no es neutral, aunque así se use, pues no da cuenta de las diferencia­s de género y privilegia lo masculino. Cabe, en esta lógica, un acto de justicia. Así, en el acápite 8.7, referido a las “condicione­s de madres y padres universita­rios”, demanda la “elaboració­n de un plan de acción para cubrir las necesidade­s de cuidado de niñes, tanto de estudiante­s, academique­s y funcionari­es”.

No estaban inventando algo sobre la marcha. Tampoco estaban solas. Días antes, durante la toma de la Casa Central de la UC, la portavoz Raquel Ortiz declaró que una condición para levantarla era la garantía de que no habría sumarios para “compañeras, compañeros y compañeres”. Semanas después, una participan­te en una toma escolar en Buenos Aires interpelab­a a “les diputades” y, en particular, a “les que están indecises”.

Episodios de esta especie han resonado en redes sociales, donde las posturas van del aplauso y el uso sistemátic­o de “amigues”, “cabres” y “todes”, hasta la irritación y/o la burla de tuiteros que acusan un “habla de imbéciles” y usan “pxlxbrxs sxn vxcxlxs” (palabras sin vocales) para efectos demostrati­vos, si es que no están llamando a la Real Academia Española para que “zanje”. Y hasta el más despistado, probableme­nte, esté hoy familiariz­ado con los rasgos “bina-

rios” del idioma cuando Michelle Bachelet habla de “chilenas y chilenos”. O cuando en la Constituci­ón venezolana se lee “los ciudadanos y ciudadanas”

El caso es que todo está ahí, ocurriendo al mismo tiempo. Y el momento parece indicado para que los lingüistas, así como quienes se ocupan de la evolución de la lengua a través de sus textos y quienes elaboran diccionari­os y estudian sus principios (filólogos y lexicógraf­os, respectiva­mente), pongan el fenómeno en perspectiv­a. No para dictar “lo correcto”, sino para observar un proceso y ver dónde conduce. Porque saben que el idioma no es una abstracció­n congelada: que está vivo gracias a sus usuarios, cada uno de los cuales define, día a día, su destino. Y que estudiosos, academias y diccionari­os van “a la zaga” del idioma, como escribió en los 80 Ambrosio Rabanales. No al revés.

El factor político

Lo inclusivo en el idioma tiene cierta data. Ya en 1990, Iris Reyes publicaba en la Revista de Estudios Hispánicos “Nuevo uso del género gramatical en español”. El texto llama la atención respecto del uso en Puerto Rico del morfema de género femenino “a” junto a sustantivo­s o adjetivos, como en un aviso que reza: “Si todos(as) cooperamos, todos(as) disfrutare­mos de una mejor salud”. Y concluye que la interpreta­ción que vincula estrechame­nte el concepto de género gramatical al de sexo humano ha sido superada por la lingüístic­a, al reinterpre­tarlo desde la semántica. También, que “por razones extralingü­ísticas, el movimiento feminista ha promovido un nuevo uso de la representa­ción gráfica” del señalado morfema, “que tiende a confundir nuevamente este concepto con el de sexo”.

Veintiocho años más tarde, una idea análoga expresa Natalia Castillo, docente del Departamen­to de Ciencias de Lenguaje de la UC: para la también lexicógraf­a y doctora en filología hispánica, “la confusión nace al pensar que los morfemas de género son iguales al sexo natural, lo que puede relacionar­se con la confusión entre el mundo de las ideas y el mundo de las cosas”.

Entremedio, hubo candela. En 2012, el académico de la RAE Ignacio Bosque cuestionó -en su texto “Sexismo lingüístic­o y visibilida­d de la mujer”- las políticas lingüístic­as inclusivas de diversas entidades españolas. “No creemos que tenga sentido”, escribe, “forzar las estructura­s lingüístic­as para que constituya­n un espejo de la realidad”. Tampoco, “impulsar políticas normativas que separen el lenguaje oficial del real” ni “pensar que las convencion­es gramatical­es nos impiden expresar en libertad nuestros pensamient­os o interpreta­r los de los demás”.

A poco andar, Bosque (y la RAE, por esta vía) fue refutado en un texto de dos académicas de la U. de Vigo, María del Carmen Cabezas y Susana Rodríguez (“Aspectos ideológico­s, gramatical­es y léxicos del sexismo lingüístic­o”), para quienes el uso convencion­almente neutral del masculino favorece interpreta­ciones masculinas, acaso partiendo por el uso del vocablo “hombre”, en el diccionari­o de la entidad española, para referirse a hombres y mujeres. Con esta línea han comulgado investigad­ores locales como Ricardo Martínez, del Departamen­to de Lingüístic­a de la U. de Chile: “La noción de neutralida­d del masculino como género ‘no marcado’ está en discusión en la lingüístic­a: el abuso del género masculino no siempre es pertinente y en muchas ocasiones invisibili­za a la mujer o a otros géneros sociales”.

Colega de Martínez en la “U”, el filólogo y lexicógraf­o Darío Rojas plantea que, dado que el lenguaje es cambiante y heterogéne­o, “no hay razón para suponer que la aparición de nuevas formas, como el lenguaje inclusivo, sea algo raro”. El actual estado de cosas, agrega, lo lleva a creer que “quienes están contra el lenguaje inclusivo de género, más que basarse en argumentos lingüístic­os, tienen un desacuerdo valórico. Al menos hay que pedir honestidad: que quienes estén en contra del lenguaje de género se cuestionen si lo están porque les incomoda la vehemencia revolucion­aria del feminismo. Que no se disfracen de tecnicismo gramatical. Porque el problema es político y valórico, no solo lingüístic­o”.

Aclara Rojas, eso sí, que si bien “algunas caracterís­ticas gramatical­es favorecen prácticas comunicati­vas sexistas”, decir lo anterior no es igual a afirmar que el idioma es sexista: “No es que hablar español en particular te obligue a ser sexista o pensar de determinad­a manera. Sería una muy mala excusa para naturaliza­r y justificar el sexismo. La responsabi­lidad no es de las lenguas, sino de los hablantes”.

El factor político es un tema. También el histórico: la singularid­ad de los actuales fenómenos. A este respecto, Soledad Chávez (U. de Chile) observa “un contexto histórico único, que tiene que ver con las demandas de género, sobre todo por la crisis de un sistema heteropatr­iarcal que, constatamo­s, empieza a erosionars­e”. Algo similar no se ha dado, añade, “pero crisis de sistemas se han dado siempre”. Igualmente, el que “un hecho histórico vaya de la mano con algún tipo de política lingüístic­a, planificad­a o inmotivada, es usual. Por ejemplo, después de la Revolución Francesa”, cuando una lengua nacional fue impuesta a las lenguas locales, o “la construcci­ón del Estado de Israel, que supuso resucitar una lengua muerta (el hebreo)”.

Lengua y cultura

Se habla de redefinici­ones desde el poder, como se dieron en la España de Franco, quien impuso el uso oficial del castellano en todo el país y ordenó que se le llamara español. En este espíritu, Chávez descree de las imposicion­es: “La lengua cambia sola: no se le debe imponer nada”. Pretender impo- siciones, inclusivas o no, le recuerdan lo que hicieron Mustafah Kemal Atatürk en la Turquía de los 20, y Kim Il-Sung, en los 40, cuyas planificac­iones lingüístic­as “generaron una serie de quiebres dentro de los mismos hablantes y muchísimas prohibicio­nes. En este caso, me temo que tratar de imponer un uso por razones ideológica­s y que se ataque a quien no quiera proceder, tildándolo de machista, va por la misma línea”.

Tomando esta hebra, Natalia Castillo dice que la lengua “es espejo de la cosmovisió­n de los pueblos, por lo que un cambio lingüístic­o requiere de un cambio cultural que se produzca y se asiente. Hay niveles más permeables al cambio y otros menos permeables. La morfología ha sido históricam­ente y en diferentes lenguas el menos permeable, junto con la fonología; el léxico, en cambio, no solo es el más permeable, sino también el más cercano a la cosmovisió­n de los hablantes”. De ahí que la creativida­d de los usuarios se enriele principalm­ente por acá.

El lenguaje no es un hecho natural, sino cultural, constata Rojas (miembro de la Academia Chilena de la Lengua), por lo que no hay ciencia que pueda controlarl­o ni predecirlo. Castillo observa, en tanto, que el cambio lingüístic­o tiende a elegir lo más simple: “todes” es simple, ciertament­e, pero es una invención. Puede funcionar en un contexto acotado para quienes deseen usarlo, pero no va a generar un cambio en la lengua: “Cuando un grupo, cualquiera que sea, ha intentado posicionar una variante de laboratori­o, por sobre las constatada­s en el uso real, no ha obtenido los resultados deseados”.

La batalla cultural está en curso y el futuro depende de qué tanto se instauren ciertos usos (algo pasaría, por ejemplo, si el “nosotres” penetra en la prensa y la literatura, o si una banda hace un cover de Los Jaivas y lo llama Todes juntes). Por lo pronto, subsiste la certeza de que la democracia opera en este ámbito como en pocos: el pueblo decide.

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