La Tercera

El partido desarmado

- Por Carlos Correa Bau Ingeniero civil industrial, MBA.

La semana pasada asumió la nueva mesa de la Democracia Cristiana dirigida por Fuad Chahín. No terminaba el exdiputado y su directiva de poner sus objetos personales en las respectiva­s oficinas cuando empezó el tiroteo desde todos lados, incluyendo el propio partido, pese a la conciencia plena de que no hay mucho más donde descender.

La crisis de la DC es mucho más profunda que las ocurridas en los años 60, cuando se produjo una sangría importante de militantes por el lado izquierdo, o la del año 2007, con la salida de los colorines. No tiene que ver con la partida de nombres emblemátic­os o la desolación para muchos que implica ver a sus antiguos aliados socialista­s coquetearl­e al Frente Amplio. La DC tiene un mal corporativ­o: se quedó sin tener a quién representa­r. Ese partido fue clave en la historia de Chile, representó una especie de bálsamo centrista en los tiempos de Guerra Fría de los años 60 y fue un elemento moderador en los años 90 entre quienes deseaban ir más allá de lo razonable en los complejos años de la transición y los nostálgico­s del autoritari­smo que no se resistían a haber perdido un plebiscito organizado por ellos mismos para perpetuars­e en el poder. La filosofía de Aylwin de hacer lo que se pudiera en la medida de lo posible, hoy maldita en estos tiempos de maximalism­o y redes sociales, era la adecuada para un país que solo quería volver tranquilo a su casa y crecer económicam­ente.

No es en el bacheletis­mo donde estuvo la debacle, como predican algunos, sino en un asunto más estructura­l. Chile se convirtió en un país que crecía, más secular, que miraba la Guerra Fría como parte de la serie The Americans y asumía que la democracia era parte del paisaje. En ese contexto, un partido ligado a la Iglesia y promoderac­ión democrátic­a es un anacronism­o. Los dirigentes DC de su tiempo no supieron leer aquello y, como suele pasar en las organizaci­ones cuando les ataca el síndrome del pensamient­o colectivo, le echaron la culpa de su debacle a sus líos internos, a Bachelet o al PC.

Así, el partido fue perdiendo votos, pero no políticos. Para sobrevivir, estos se convirtier­on en verdaderas pymes, donde se mezcla el regionalis­mo, la agenda efectista, una cierta nostalgia izquierdis­ta por la patria joven. Su acción política principal fueron entonces las demandas directas de sus electores y las causas buena onda, como el ecologismo o el fin al lucro.

Al gobierno actual le encantaría desestabil­izar más la carga de la DC y así atraerla a su panal. El actual Presidente siempre ha soñado ser un líder de centro, y por más que se corrió hacia el conservadu­rismo para asegurar votos ante un candidato débil de la Nueva Mayoría, sigue creyendo que alguna vez encabezará un acuerdo nacional como lo hizo Aylwin. Necesita a la DC para esa foto, de la misma manera que la requerían los socialista­s en los años 90 para decirle al mundo que la fiebre revolucion­aria altamirani­sta se había terminado.

Cada acto de desprecio que se le hace al partido de la falange desde sus antiguos aliados es, entonces, completame­nte funcional a la actual administra­ción. En especial, porque la derecha no tiene los votos en ninguna de las dos cámaras, y ni siquiera el control de alguna comisión debido a un acuerdo amplio de toda la oposición, al que la DC concurrió tragándose malos ratos. Parte de la tarea de Chahín será resistir ese canto de sirena del gobierno, por un lado; los desprecios, por el otro, y encontrar que debe representa­r la DC en estos días.

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