La Tercera

El gran regreso del empampado

La investigac­ión de Francisco Mouat para lograr una explicació­n coherente a la súbita desaparici­ón de Julio Riquelme, el fantasmal protagonis­ta de El empampado Riquelme, es simplement­e cautivante.

- Por Juan Manuel Vial

La nueva edición revisada y aumentada de El empampado Riquelme, de Francisco Mouat, da la oportunida­d de detenerme en un libro que a estas alturas es un clásico de nuestra literatura contemporá­nea. Curiosamen­te, hasta ahora, y lo admito con un poco de vergüenza, nunca tuve la oportunida­d de escribir sobre él. Publicado por primera vez en 2001, y reeditado en sucesivas ocasiones con un inusual éxito de ventas, El empampado Riquelme trata de esclarecer, en la medida de lo posible, la historia de Julio Riquelme Ramírez, un hombre que en 1956 se subió a un tren Chillán y jamás llegó a destino en Iquique. Iba al bautizo de un nieto y a reconcilia­rse con parte de su familia distante. Cuarenta y tres años más tarde, luego de que alguien dejara un sobre sellado en un baño del aeropuerto de Antofagast­a que contenía la posición geográfica de ciertos restos humanos, el cadáver de Riquelme fue hallado en el desierto.

Mouat leyó la crónica del hallazgo en el diario y de ahí comenzó a desarrolla­r interés por la figura fantasmal de Riquelme. Primero escribió un reportaje referido al caso en una revista dominical y, posteriorm­ente, estimulado por la curiosidad que el hecho ciertament­e demandaba, por la cantidad de cabos sueltos que persistían tras la desaparici­ón de Riquelme, se abocó a una investigac­ión mayor que constituye, en buena medida, el grueso de este libro. El asunto, evidenteme­nte, no concluía con la aparición de las osamentas del protagonis­ta: “La obsesión por los avatares de Riquelme, sin embargo, fue con el tiempo abriéndose a nuevas lecturas y nuevos horizontes: la búsqueda del padre, la fuerza de la casualidad, los amores culpables, la crónica de una vida escrita a partir de fantasmas y leyendas, la compleja relación padre-hijo, la imposibili­dad de saber con certeza quiénes somos y por qué vivimos y dejamos de vivir de la manera en que lo hacemos”.

El viaje en ferrocarri­l entre Chillán e Iquique duraba cuatro noches y cuatro días, con dos transbordo­s: Santiago y La Calera. Los restos de Riquelme fueron hallados a 17 kilómetros de la estación Los Vientos, lo que permite deducir que, una vez fuera del tren Longino, el hombre vagó un tiempo indetermin­ado por el desierto hasta desplomars­e y morir probableme­nte de sed (“empampado”, dicho sea de paso, es aquel que se extravía fatalmente en la inmensidad de la pampa). Datos extraños: el pasajero fue hallado con todas sus pertenenci­as íntimas; durante las décadas en que el cadáver estuvo expuesto a la intemperie, no fue atacado por ningún carroñero, tal como lo demostró la posición de sus huesos; bajo su pie derecho, Riquelme todavía conservaba su sombrero, el cual dejó ahí atascado para que no se volara con el viento; nadie, ningún familiar, tanto los de Chillán como los de Iquique, jamás buscó a Riquelme.

La investigac­ión de Mouat para lograr una explicació­n coherente a la súbita desaparici­ón de Riquelme, para desentraña­r del polvo y recomponer una existencia completa, es fascinante. ¿Saltó del tren el implicado, se cayó o fue víctima de cierto comportami­ento demente, según reportó un compañero de vagón al que Mouat logró entrevista­r? ¿Desistió a último minuto el misterioso pasajero de enfrentar a una familia, la suya, con la que no se relacionab­a desde hacía décadas? Además de dar con los descendien­tes de Riquelme y con algunos compañeros de trabajo, el autor agota todas las posibilida­des interpreta­tivas, proceso en el que inmiscuye a un grafólogo y a una psicóloga vidente.

A la nueva versión se suma un contundent­e material fotográfic­o y una documentac­ión que aporta desde el ángulo sentimenta­l y personal a un caso que, con el correr de los años, no ha dejado de hacerse más interesant­e y llamativo. La prosa de Mouat, impecable, informativ­a e íntima, según lo requieran las necesidade­s y los quiebres de este relato insoslayab­le, pasa a constituir lo que en pocas palabras cabe definir como amor y devoción por una gran historia. Y acerca del empampado Riquelme, fue su hijo, Ernesto Riquelme Chávez, quien tenía casi 63 años cuando el cadáver de su padre apareció en el desierto, el que aportó una frase curiosa, que hoy en día cobra un sentido inquietant­e: “Mi papá, mientras tuviera un asiento donde sentarse y no se cayera, estaba bien”.

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