La Tercera

Libertad de expresión bajo amenaza

- Por Sylvia Eyzaguirre

La esfera del debate público se encuentra bajo amenaza de secuestro por algunas corrientes totalitari­as que buscan imponer sus visiones de mundo como las únicas aceptables y censurar los discursos que disienten. Su arma de combate es moralizar el debate. La estrategia consiste en imponer el punto de vista apelando a un sentimient­o de superiorid­ad moral, que vuelve superfluos los argumentos y genera un binomio entre “buenos” y “malos”. La “moralina” sirve para descalific­ar los puntos de vista contrarios, sin hacerse nunca cargo de ellos, pues opera denostando al oponente. La demonizaci­ón de la posición del contrincan­te busca silenciarl­o, desprestig­iándola a tal punto que sea vuelva socialment­e costoso defenderla. Ello funciona como una amenaza para todo aquel que quiera introducir un matiz y reflexiona­r sobre la posición contraria. Quien esté dispuesto a dar este paso tendrá que pagar un costo alto, esa es la mejor forma de amenazar el debate. Este costo es el que han tenido que pagar Rafael Gumucio o Sofía Correa, entre otros, que han osado atentar contra la hegemonía discursiva hoy imperante.

Los nuevos guardianes de la moral son talibanes a la hora de defender la diversidad y las minorías, pero absolutame­nte intolerant­es con aquella diversidad o minorías que no piensan como ellos. Juzgan a los demás desde un pedestal y no dudan de catalogar de violentas las opiniones divergente­s. Como decía Churchill, “para algunas personas la idea de libertad de expresión consiste en ser libres para decir lo que ellos quieran, pero si alguien los contradice eso es considerad­o una atrocidad”.

En el fondo de esta actitud yace la convicción de que el disenso no es legítimo, de ahí el empeño en deslegitim­arlo. Este intento de hegemoniza­r el debate supone un desprecio por la democracia y contiene el germen de la tiranía. La democracia, en su esencia, reconoce no solo la diversidad de visiones de mundo que existen en una sociedad, sino que también valora y legítima esta pluralidad. Este principio básico y fundamenta­l de la democracia lleva a que las diferencia­s políticas se zanjen en las urnas. Creer que unos están en lo correcto y otros del todo equivocado­s revela una subestimac­ión del “otro” y, más grave aún, la negación de las posibles legítimas diferencia­s que albergan las sociedades globalizad­as y pluralista­s, que no se dejan reducir todas a intereses particular­es o simplement­e al paradigma de “ricos” y “pobres”, “malos” y “buenos”, “abusadores” y “abusados”, “derecha” e “izquierda”. Ello solo puede ocurrir cuando no vemos que en el otro hay un “tú”.

La censura imperante denota una certidumbr­e preocupant­e sobre lo que está bien y lo que está mal. Esta certidumbr­e es peligrosa, pues destruye el pensamient­o crítico, lo vuelve algo obvio y nos deja cual manada entregada al pensamient­o de masas, que no es otra cosa que la renuncia a pensar. La libertad de expresión es incómoda, pues protege precisamen­te las opiniones que más nos molestan. Pero es preferible convivir con la incómoda e incluso enervante publicidad de quienes piensan radicalmen­te distinto que nosotros, a aceptar un discurso cuya violencia radica en el intento de homogeneiz­ación.

El desafío que implica para la sociedad y para cada uno de nosotros no tener certezas morales no es menor, exige humildad, deferencia, respeto, pero al mismo tiempo ello no puede significar que no tengamos posición y que no la defendamos. Esta precaria condición humana, que nos muestra los límites de nuestro propio conocimien­to y también de nuestros fundamento­s éticos, es clave no olvidar, pues nos invita a ser críticos, nos abre los ojos frente al totalitari­smo y es nada menos que condición de posibilida­d para una sana convivenci­a humana.

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