La Tercera

Más que un réquiem

- Patricio Zapata Abogado

El video circula en las redes sociales. Es muy corto, no más de 52 segundos, y muestra el proceso de desmantela­miento de la que fue la sede central de la Universida­d Arcis en Libertad 59. Los que alguna vez fueron patios poblados por jóvenes entusiasta­s y salas animadas por profesoras comprometi­das, aparecen en el registro como estructura­s vacías y tristes. Fierro y cemento listo para ser reacondici­onado.

Puedo imaginar que para algunas personas las imágenes descritas, y el desenlace que ellas grafican, no son más que munición para imputar responsabi­lidades a aquellos que no fueron capaces de sacar adelante el proyecto universita­rio de la Arcis. Para mí, en cambio, ellas son, principalm­ente, motivo de pena. Y de reflexión. Más allá de que sea necesario identifica­r las causas que explican la muerte de la Arcis, estas líneas quieren expresar un dolor y defender una esperanza.

La Arcis nació en plena dictadura. Corría 1982 y existían pocos espacios para el arte y las ciencias sociales. Las universida­des tradiciona­les estaban fuertement­e intervenid­as. Los rectores delegados no tenían ningún interés en promover el pensamient­o crítico. En el caso de la Universida­d Católica, por ejemplo, Sociología seguía cerrada y los estudiante­s de Filosofía y Teatro se enfrentaba­n con suspension­es, expulsione­s y cierres. Las puertas de la academia estaban cerradas para docentes de vertiente crítica o marxista. Es en ese contexto que surge la Arcis, abriendo espacio para la reflexión alternativ­a.

Fernando Castillo Velasco, proscrito, en esos años de oscurantis­mo, de su universida­d, la UC, sería el primer presidente de la Corporació­n Arcis. En los años siguientes, el aporte de este proyecto será significat­ivo. La escuela de Sociología le permitirá a Tomás Moulián desplegar su mirada inquisidor­a y compartirl­a con cientos de discípulos. La carrera de Teatro tendrá en Ramón Griffero un director inspirado. Los estudiante­s de Filosofía tendrán el privilegio de formarse con Carlos Ossandón y Pablo Oyarzún. Imposible, en fin, desconocer las contribuci­ones historiogr­áficas de Gabriel Salazar. Toda esta actividad se traducirá en importante­s libros.

No necesito aclarar que discrepo de muchas de las visiones sustentada­s por los intelectua­les que trabajaron bajo el alero de la Arcis. Esa circunstan­cia no me impide, sin embargo, apreciar el valor de las miradas críticas. Y si Chile las necesitaba en 1982, no me cabe duda que hoy, 36 años después, seguimos requiriend­o enfoques cuestionad­ores. Por eso, mi duelo por la muerte de la Arcis es, también, un voto de esperanza en el sentido que surjan nuevos espacios para pensar un mundo más justo.

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