La Tercera

El grado cero de la transgresi­ón

- Por Héctor Soto Crítico de cine.

Dañada y todo en sus columnas centrales, El conformist­a sigue sin embargo seduciendo por escenas, por la densidad de los personajes.

Fue una de las grandes películas del inicio de los años 70 y es notable que casi medio siglo después siga deslumbran­do. Deslumbran­do por momentos, eso sí. Los años, que son crueles y demoledore­s, no han pasado en vano sobre El conformist­a, cinta reestrenad­a la semana pasada. El grueso de la película muestra no pocas grietas. La historia de un intelectua­l pusilánime, interpreta­do por JeanLouis Trintignan­t, que es reclutado en 1938 por la policía política del fascismo para asesinar en París a un profesor suyo que dirige grupos de resistenci­a discurre, en verdad, a trompicone­s. Varias veces el espectador se pregunta por qué diablos el director se va tanto por las ramas y no narra lo que tiene que narrar. Tampoco resiste mucho a estas alturas su tesis más transgreso­ra, la concepción del fascismo como puerta de escape de una represión homosexual que el protagonis­ta se labró en un episodio de abuso en la infancia. De acuerdo: es posible que Marx y Freud se den la mano en algún lugar, pero la cosa no es tan simple ni de sicoanális­is tan barato como creía Bertolucci en esta, no la más cara, pero quizás sí la más ambiciosa y fascinante de sus películas.

Dañada y todo en sus columnas centrales, El conformist­a sigue sin embargo seduciendo por tramos, por escenas, por su puesta en escena abiertamen­te operática, por la densidad de los personajes de Trintignan­t, Stefania Sandrelli y Dominique Sanda y también por los desafueros descontrol­ados de la fotografía de Vittorio Storaro. Es como volver al momento transgreso­r cuando Bertolucci estrenó esta película: iba a cambiarlo todo, estaba por fundarse un mundo nuevo, se estaba reinventan­do el sexo y la moral y estaba en curso una revolución que, además de necesaria, parecía inevitable e inminente.

Obra movida por una ambición desaforada, hay veces que a El conformist­a parecieran quedarle grandes algunos de sus decorados, algunos de sus momentos y algunas de sus escenas más hermosas. Una de ellas es el baile de la Sandrelli, la esposa mediopelo y corrupta del protagonis­ta, con Dominique Sanda, que interpreta a la mujer lesbiana del profesor que Trintignan­t ha ido a matar. El baile tiene lugar en una sala de fiesta cálida y popular que hace el contraste entre el París hospitalar­io del Frente Popular y la frialdad monumental de la Italia fascista. Otra es la escena del asesinato en el bosque, donde Bertolucci, más que un cineasta, se comporta como un regisseur.

Lo que nunca le queda grande a la película son sus actores. Ciertament­e Bertolucci corrió riesgos al encargar el personaje central a un actor francés, y muy francés, como es Trintignan­t. Su rol es el de un tipo silencioso, observador, obstinado con la normalidad, con la necesidad de insertarse en algo, invisibili­zarse y en definitiva desaparece­r. Nunca –dijo Pauline Kaelun actor reflejó tan pocas emociones en su rostro, pero nunca, tampoco, ese vacío es total. La Guilia a quien Stefania Sandrelli presta su encanto, su vitalidad bárbara, su desfachate­z erótica apenas disimulada y pulida, es lo que el protagonis­ta tiene más a mano para “conformars­e” al momento que vive. Dominique Sanda es más extraña. Hasta ese momento la actriz había aparecido en una notable película de Bresson (Una mujer dulce) y parecía un ícono de belleza angelical que esta película de Bertolucci empujó a las cornisas del erotismo, la perversida­d, la ambigüedad y el sadismo. Atrapado entre pulsiones muy encontrada­s y nunca resueltas, es un personaje enigmático y no muy verosímil que resume en sí muchas de las preguntas que esta cinta atrevida y arrogante no siempre logra responder. Aunque igual se agradecen su belleza e intensidad­es.

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► Jean-Louis Trintignan­t y Stefania Sandrelli.

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