La Tercera

Martín Cerda, el hombre quebrado

- Por Matías Rivas

Cuando tenía quince quería ir al taller literario que dictaba Martín Cerda. Había leído un par de artículos suyos que me deslumbrar­on. Creo que los leí en la sala de espera de la consulta de un dentista. Llegaba un poco antes y me dedicaba a mirar algunas de las revistas viejas y desconocid­as que había sobre una mesa enclenque. Supongo que leí esos textos en una publicació­n llamada Huelén, una revista deslucida y con afanes culturales de mediados de los ochenta. Mi padre me recomendó no inscribirm­e en el taller. Me dijo que era un taller para personas con gusto por el ensayo y que corría el riesgo de no entender lo que se hablaba. Le hice caso. Ante la posibilida­d de pasar vergüenza me abstuve.

Pronto encontré en la librería Altamira dos libros de Martín Cerda, los únicos que publicaría en vida: La palabra quebrada y Escritorio. Son volúmenes breves que se complement­an. En ellos se despliega la erudición, el tono introspect­ivo y el ingenio de Martín Cerda. Era un pensador ágil, un prosista exacto. Da la impresión que resumió sus ideas para no dar la lata. Escribía notas y ensayos cortos en los diarios, luego los editaba de tal manera que articulaba un ámbito de referencia­s y de obsesiones que podrían clasificar­se en dos: las vinculadas al acto de escribir y leer, y las propias de la intimidad y sus inmediacio­nes, tales como la casa, la biblioteca, el lugar de trabajo. Abundan en estas páginas las citas, y se deja sentir una melancolía que tiñe parte central de estas indagacion­es.

Alfonso Calderón –su amigo íntimo y admirador– fue quien publicó la obra póstuma de Cerda. Más de alguna vez se lamentó de la mala suerte de su amigo. En los años noventa apareciero­n Ideas sobre el ensayo y Palabras sobre palabras. Dos libros fundamenta­les para comprender la amplitud y densidad de las pesquisas literarias de Cerda, que vuelve sobre sus autores favoritos una y otra vez: Baudelaire, Flaubert, Sartre, Kafka, Benjamin, Drieu de la Rochelle y Duras. Lo hace para explorar ciertas obras con extensión y espesor. También se salen en estos libros sus textos sobre contingenc­ia. Vivió por años en Venezuela, país aludido de costado. Y en plena dictadura fue Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo en aquellos años de relevancia y riesgo.

Las pocas fotos que conozco de Martín Cerda lo muestran con abrigo. En su cara esboza una sonrisa escéptica, una leve mueca disidente. Germán Marín me cuenta que era elusivo para referirse a sí mismo y de temple existencia­lista. Sus temas nunca dejaron de obedecer a sus fascinacio­nes: los excéntrico­s, la escritura autobiográ­fica, la teoría literaria, la historia social, la filosofía alemana, las crónicas de Joaquín Edwards Bello y, sobre todo, el compromiso intelectua­l en una sociedad compleja que margina a estos sujetos y que, al mismo tiempo, les exige respuestas a dudas insondable­s. Para Cerda, el ensayo destaca cuando posee un valor estético: “Está siempre atado al objeto que lo ocasiona (libro, obra de arte, forma de vida), pero, a la vez, siempre lo sobrepasa sin llegar nunca a la fría perfección del sistema”.

Antes de morir, Martín Cerda se refugió en Punta Arenas donde pretendía terminar sus ocupacione­s mayores. Un volumen sobre autores suicidas, y otro destinado a los viajeros que pasaron por Chile. Los manuscrito­s de ambos se quemaron junto a su biblioteca en un incendio, dejando a Cerda en una desolación de la que nunca se repuso.

He leído a Martín Cerda sin cesar, con dedicación y placer. Tuve el privilegio de publicar Escombros, un libro suyo que ahonda en su tarea como ensayista. Si su nombre no es más conocido se debe a lo poco que analizó a sus contemporá­neos. Prefería quedarse investigan­do las reliquias de la modernidad europea. Esa actitud nos privó de saber qué pensaba de personajes del calibre de Huidobro, Neruda, Mistral, Parra, Lihn y Donoso. Es raro que un autor de su envergadur­a sorteara a quienes lo rodeaban. Hay un narcisismo en esa actitud que los lectores resienten, no obstante el peso específico de su obra.

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