La Tercera

El camino difícil

- Jorge Navarrete Abogado

El 11 de agosto de 1968, unas doscientas personas, donde también se encontraba un puñado de sacerdotes, cerraron las puertas del principal templo del país y desplegaro­n un cartel que decía “Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha”. Más allá de las consignas o de una época cuya carga ideológica irradió a todos los ámbitos de la vida pública y privada, se le reprochaba a la Iglesia Católica el no entender los signos de su tiempo, de ser inmune a los problemas que aquejaban a la sociedad, haciendo gala de un estilo tan autoritari­o como indolente.

Puesto en perspectiv­a, es difícil aquilatar la real profundida­d de este evento en relación con la trayectori­a de la Iglesia. De hecho, y pese a que constituyó un episodio gravísimo para la época -tanto así, que el propio Cardenal Silva Henríquez suspendió de por vida a los sacerdotes involucrad­os y además acusó de profanador­es a todos aquellos laicos que los acompañaba­n en la toma-, no fue sino hasta varios años después que se le reconoció a la Iglesia una valiente preferenci­a por las personas que sufrían; incluso al punto de que muchos sacerdotes arriesgaro­n y ofrecieron su vida por un profundo amor al prójimo.

Mucho de esa referente institució­n se fue perdiendo y quedando en el camino. Quién diría que después de que Monseñor Oviedo denunciara la crisis moral de la sociedad chilena, el año 1992, estaríamos ahora asistiendo a la peor crisis moral de la propia Iglesia Católica. En columnas anteriores he intentado reflexiona­r sobre el momento o la causa por la cual esta institució­n -o la jerarquía, para ser preciso- renegaron de su tarea pastoral más básica y esencial, para transforma­rse en unos cómodos e hipócritas guardianes del templo; ese mismo que se dice destruyó un rabioso Jesucristo. Pero parafrasea­ndo al propio Zabalita en “Conversaci­ón en la Catedral”, poco me importa ya elucubrar sobre cuándo se jodió la Iglesia.

Sólo horas después de que Ezzati se permitiera la obscenidad de sugerir “maledicenc­ia” en aquellos que acusan o sospechan de los jerarcas de esta Iglesia, supimos que él mismo deberá declarar como imputado por un delito de encubrimie­nto.

Pues bien, ha llegado el momento de la justicia, esa que debe hacerse aunque el cielo se caiga, sin excusas ni justificac­iones; para reclamar por la responsabi­lidad penal y civil de quienes delinquier­on y ocultaron, aprovechán­dose de lo más preciado que puede tener un creyente: que no es otra cosa que su fe y su sentido de trascenden­cia. Y en cuanto al futuro y refundació­n de la Iglesia Católica, al cumplirse tres décadas de aquel acontecimi­ento que movilizó a sacerdotes y laicos, quizás ha llegado el momento de tomarse nuevamente la Catedral.

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