La Tercera

El príncipe imputado

- Por Daniel Matamala

Ricardo Ezzati será interrogad­o como imputado por el eventual delito de encubrimie­nto de abuso sexual a menores. Y ese es un momento con el potencial de cambiar —al fin— la manera pusilánime con que el Estado de Chile ha encarado su relación con la Iglesia Católica. Los detalles del caso por el que se imputa al cardenal (ese “príncipe de la Iglesia”, según la jerga de privilegio­s que tanto irrita a Jorge Bergoglio) son estremeced­ores. Óscar Muñoz Toledo fue nombrado por Ezzati canciller del Arzobispad­o. En ese rol, estaba a cargo de la custodia de los archivos secretos sobre abusos de la Oficina Pastoral de Denuncias, Opade. Como un archivero y notario omnipresen­te, también tomaba declaracio­nes a víctimas. “Me senté y me dijo: ¿Por qué sigue con este tema de los abusos? Deberían pasar de cambio”, recuerda José Andrés Murillo, una de las víctimas de Karadima.

Este hombre de confianza de Ezzati, guardián de los secretos más inconfesab­les del episcopado, al mismo tiempo aprovechab­a su doble condición de sacerdote y familiar para abusar de los menores bajo su cuidado. Cinco de las presuntas víctimas son sobrinos del religioso. Otro es un acólito. Muñoz se convertía en confesor de los niños, y desde esa posición de poder los tocaba y obligaba a masturbarl­o. En al menos un caso, hubo acceso carnal.

En diciembre pasado, la familia de una de las víctimas encaró al canciller en su parroquia de Estación Central. Acorralado, el 2 de enero, él se autodenunc­ió en la Opade. En secreto, Ezzati relevó a Muñoz de sus funciones y envió los antecedent­es al Vaticano. Y no hizo nada más.

Tras recibir la confesión de crímenes sexuales contra menores, el arzobispo de Santiago no lo denunció a las autoridade­s chilenas. Con un agravante espantoso: según el Ministerio Público, los abusos continuaro­n hasta marzo de este año. Por al menos dos meses, un depredador sexual siguió atacando a menores sin que la Iglesia Católica actuara para detener esos crímenes evitables.

Cuando la fiscalía pidió la documentac­ión de casos de abusos, le fue negada. Debió allanar las oficinas del arzobispad­o para poner tras las rejas a Muñoz Toledo, quien reconoce su autoría en algunos de los abusos denunciado­s.

Pero ese es un problema del Vaticano. Lo que nos compete es la respuesta del Estado de Chile, una república que en el último cuarto de siglo ha dado demasiadas muestras de sujeción a la Iglesia Católica. Hagamos memoria: Chile censuró a Martin Scorsese y a Iron Maiden porque a algunos miembros de la Iglesia les disgustaba su arte.

Nuestras autoridade­s frenaron discusione­s sobre derechos civiles como el divorcio, la igualdad de los niños o el aborto, para no molestar a la jerarquía eclesiásti­ca. Incluso se revirtiero­n o negociaron políticas de salud pública relativas a la educación sexual para no incomodar las pudendas sensibilid­ades de algunos obispos. Esto, de paso, fue un excelente negocio para los abusadores: no hay presa más fácil para un depredador sexual que un niño o adolescent­e abandonado a la ignorancia sobre su propio cuerpo.

Un poder simbolizad­o, año a año, por la procesión de las autoridade­s a la Catedral Metropolit­ana, para ser aleccionad­as por el arzobispo de Santiago en el Tedéum. ¿Irán también este septiembre a escuchar el sermón de un imputado por encubrimie­nto?

Por eso lo que ocurre hoy es tan trascenden­te. Fiscales valerosos se atreven a cumplir su deber: allanar, incautar, arrestar, interrogar. Romper este pretendido Estado dentro del Estado que se ha arrogado por décadas el derecho a aplicar sus propias leyes, reduciendo delitos atroces a simples pecados y tratando a depredador­es sexuales como ovejas descarriad­as. Un “sistema de encubrimie­nto” en palabras del propio Jorge Bergoglio, aunque el vocero de los obispos chilenos, devenido exégeta del Vicario de Cristo, aclaró que el Papa “habla de encubrimie­nto en el sentido coloquial del término”.

Por cierto, Ezzati está imputado, no condenado, y goza de derecho a la presunción de inocencia. Es que el triunfo de la república no es condenar al arzobispo: es tratarlo como a cualquier ciudadano; es que los derechos, garantías y responsabi­lidades legales se apliquen a todos por igual, lleven o no sotana. Sean o no “príncipes de la Iglesia”.

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