La cuarta revolución
Los tiempos cambian. Lo que ayer estaba naturalizado hoy ya no lo está, o cuando menos es visto con sospecha. ¡A Dios gracias! Si así no fuera, la Iglesia habría seguido quemando en la hoguera a hombres y mujeres como en los tiempos de la Inquisición. Las ideologías, el progreso e incluso las religiones han instalado su discurso en aras de un mundo mejor; otro asunto es que lo hayan conseguido. El orden actual de las cosas es consecuencia, en gran medida, de una mirada masculina omnipresente y totalizante, a ratos lúcida, a ratos ruin y cavernaria.
Los movimientos feministas han cuestionado la masculinidad, a sabiendas de que difícilmente ese cuestionamiento podía provenir de los hombres, ciegos, por largos años, a ciertas situaciones de injusticia para con las mujeres. Extraviada la ética y la moral en su sentido más profundo, ¿qué otra cosa podía obligar a los hombres a cuestionar esa posición de dominancia que han tenido durante siglos?
Ese ejercicio tan sano, pero tan poco practicado, de ponerse en el pellejo del otro, debería ser la primera práctica masculina dentro de un proceso de cambio tan necesario como urgente. Si le cuesta, si nadie le enseñó cómo, si le faltan palos para el puente, sugiero ver el cortometraje de la cineasta francesa Eléonore Pourriat, Mayoría
oprimida, en el que ficciona sobre un mundo dominado por las mujeres, revelando, por oposición, las humillaciones y el acoso que ellas viven a diario. La indolencia masculina ante estas situaciones es tan lamentable que es imposible no preguntarse si se debe a un problema de empatía, de inteligencia o a simple comodidad.
La misma reacción que han tenido muchos hombres ante el movimiento feminista es fruto de una masculinidad rancia y caduca que se resiste al cambio. Responder con la descalificación, en una lógica casi de guerra, no es precisamente lo que uno esperaría. En vez de acusar de feminazi al movimiento, ¿por qué no tratar de entender?, ¿por qué no intentar empatizar de algún modo? Cuando menos en aquellas cosas de sentido común que están en juego: ¿por qué las mujeres deben ganar menos que los hombres?, ¿por qué en un número importante de compañías los puestos directivos son ocupados por hombres habiendo mujeres tan bien capacitadas?, ¿por qué los hombres que asumen labores del hogar lo hacen como una ayuda a la mujer y no como una obligación propia?
Para cambiar es preciso también combatir ciertas prácticas consideradas inofensivas, pero que de uno u otro modo naturalizan esta posición de dominancia del hombre y un menosprecio implícito a la mujer, como los chistecitos machistas —a estas alturas, tan burdos como obvios— o lo que se vive puertas adentro en chats y redes sociales exclusivamente masculinos donde el intercambio de videos pornográficos y comentarios sexistas son parte del día a día. Ese tipo de prácticas, festinadas con hilaridad por algunos, no hacen sino reforzar, a nivel del inconsciente, una masculinidad tan falocentrista como básica, que está lejos de poder volar a la altura de los tiempos y que, claramente, no es la que nuestros hijos merecen heredar.
En Sapiens. De animales a dioses, el formidable libro del antropólogo israelí Yuval Noah Harari, se plantea que tres revoluciones importantes conformaron el curso de la historia: la cognitiva, hace unos 70 mil años; la agrícola, hace 12 mil años, y la científica, que se puso en marcha hace solo 500 años. Aunque sospecho que probablemente no sea así, me gusta pensar que lo que estamos viviendo es, precisamente, una cuarta revolución. El tiempo lo dirá.