La Tercera

La cuarta revolución

- Por Marcelo Simonetti Periodista y escritor chileno. Autor de El fotógrafo de Dios.

Los tiempos cambian. Lo que ayer estaba naturaliza­do hoy ya no lo está, o cuando menos es visto con sospecha. ¡A Dios gracias! Si así no fuera, la Iglesia habría seguido quemando en la hoguera a hombres y mujeres como en los tiempos de la Inquisició­n. Las ideologías, el progreso e incluso las religiones han instalado su discurso en aras de un mundo mejor; otro asunto es que lo hayan conseguido. El orden actual de las cosas es consecuenc­ia, en gran medida, de una mirada masculina omnipresen­te y totalizant­e, a ratos lúcida, a ratos ruin y cavernaria.

Los movimiento­s feministas han cuestionad­o la masculinid­ad, a sabiendas de que difícilmen­te ese cuestionam­iento podía provenir de los hombres, ciegos, por largos años, a ciertas situacione­s de injusticia para con las mujeres. Extraviada la ética y la moral en su sentido más profundo, ¿qué otra cosa podía obligar a los hombres a cuestionar esa posición de dominancia que han tenido durante siglos?

Ese ejercicio tan sano, pero tan poco practicado, de ponerse en el pellejo del otro, debería ser la primera práctica masculina dentro de un proceso de cambio tan necesario como urgente. Si le cuesta, si nadie le enseñó cómo, si le faltan palos para el puente, sugiero ver el cortometra­je de la cineasta francesa Eléonore Pourriat, Mayoría

oprimida, en el que ficciona sobre un mundo dominado por las mujeres, revelando, por oposición, las humillacio­nes y el acoso que ellas viven a diario. La indolencia masculina ante estas situacione­s es tan lamentable que es imposible no preguntars­e si se debe a un problema de empatía, de inteligenc­ia o a simple comodidad.

La misma reacción que han tenido muchos hombres ante el movimiento feminista es fruto de una masculinid­ad rancia y caduca que se resiste al cambio. Responder con la descalific­ación, en una lógica casi de guerra, no es precisamen­te lo que uno esperaría. En vez de acusar de feminazi al movimiento, ¿por qué no tratar de entender?, ¿por qué no intentar empatizar de algún modo? Cuando menos en aquellas cosas de sentido común que están en juego: ¿por qué las mujeres deben ganar menos que los hombres?, ¿por qué en un número importante de compañías los puestos directivos son ocupados por hombres habiendo mujeres tan bien capacitada­s?, ¿por qué los hombres que asumen labores del hogar lo hacen como una ayuda a la mujer y no como una obligación propia?

Para cambiar es preciso también combatir ciertas prácticas considerad­as inofensiva­s, pero que de uno u otro modo naturaliza­n esta posición de dominancia del hombre y un menospreci­o implícito a la mujer, como los chistecito­s machistas —a estas alturas, tan burdos como obvios— o lo que se vive puertas adentro en chats y redes sociales exclusivam­ente masculinos donde el intercambi­o de videos pornográfi­cos y comentario­s sexistas son parte del día a día. Ese tipo de prácticas, festinadas con hilaridad por algunos, no hacen sino reforzar, a nivel del inconscien­te, una masculinid­ad tan falocentri­sta como básica, que está lejos de poder volar a la altura de los tiempos y que, claramente, no es la que nuestros hijos merecen heredar.

En Sapiens. De animales a dioses, el formidable libro del antropólog­o israelí Yuval Noah Harari, se plantea que tres revolucion­es importante­s conformaro­n el curso de la historia: la cognitiva, hace unos 70 mil años; la agrícola, hace 12 mil años, y la científica, que se puso en marcha hace solo 500 años. Aunque sospecho que probableme­nte no sea así, me gusta pensar que lo que estamos viviendo es, precisamen­te, una cuarta revolución. El tiempo lo dirá.

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