La Tercera

J Balvin: Aquí gozando

- Por Marcelo Contreras Crítico de música

Hacia la mitad de la noche la catarsis ya era completa. El Movistar Arena colmado hasta la última línea de un público joven y de padres con niños, baila cadenciosa­mente en movimiento­s uniformes porque el conjuro musical de J Balvin (33) funciona así, con efecto irremediab­le. A diferencia de otros estilos musicales, el reggaetón gana por insistenci­a, por llamar a la tribu desde el tambor en un pulso reiterativ­o en torno a un líder. Esta noche de sábado, la fecha capitalina de esta minigira nacional de una de las estrellas pop del momento a nivel planetario, inclu- yendo Antofagast­a y Concepción en una saludable decisión que integra regiones a shows internacio­nales, J Balvin se mueve con el orgullo y la seguridad de quien hace un mes conquistó el título del artista más escuchado de Spotify en el mundo entero, y cuya carrera consiste en batir marcas según los acentos de su estrategia promociona­l.

Vestido con un traje multicolor como de bebé abrigado para la nieve -J Balvin tiene interés por la moda, acaba de debutar en el diseño-, el oriundo de Medellín, Colombia, trajo esta vez una banda más reducida que en su visita al festival de Viña 2017. El personal se redujo a batería, otro músico a cargo de teclados y bajo, y un dj desplegado en segundas voces para apuntalar el desempeño de J Balvin suscrito a las caracterís­ticas del reggaetón, un fraseo sin florituras. Los músicos estaban encajonado­s a cierta altura en un espacio entre las pantallas gigantes, mientras en el escenario un grupo coreográfi­co estrictame­nte masculino se movía con atuendos evocativos de la estética colorinche de fines de los 80 y comienzos de los 90 provenient­e de la cultura pop afroameric­ana, una mezcla entre El Príncipe del rap, Living Colour y De La Soul.

Con un quinto álbum editado en mayo, Vibras, J Balvin ha logrado construir un set que en ocho años de carrera tiene las caracterís­ticas de un grandes éxitos. El público vitorea y corea cada canción como si se tratara de un single. Son composicio­nes donde primero va la percusión mientras el resto de los arreglos son ornamentos también reiterativ­os: el chillar desafinado de una vuvuzela y unos golpes gordos de bajo que invariable­mente cierran cada pieza, exactament­e los mismos recursos sonoros utilizados por el desapareci­do programa Mekano y Geordie Shore de MTV, clásicos de la televisión-basura.

El universo lírico de J Balvin es romántico-carnal y su hábitat natural la discoteca, lugar que suele citar en sus letras como un reducto preciso para el amor llevado a la acción y luego vemos qué pasa. La valoración femenina se reduce a la cosificaci­ón en torno a la belleza y un cuerpo tonificado. La “cinturita” es fundamenta­l, describir con poesía dudosa lo que “a ella le gusta”, y utilizar “caliente” como concepto definitori­o del amor.

A falta de ornamentos musicales la gira de Vibras ofrece pirotecnia, estallidos de confeti y un segundo escenario más reducido y contrapues­to al central, que el astro colombiano utilizó en la segunda parte del show tras un cambio de vestuario, la única inflexión a un espectácul­o cuyo norte es ofrecer baile con cierta ramplonerí­a. Hubo otros recursos como el socorrido qué-lado-canta-más-fuerte, cuyo uso debiera limitarse por ley, discursos tipo Disney sobre luchar por los sueños, y algunas pausas con J Balvin en silencio observando al público con los brazos cruzados, anillos a la vista, y los fans aplaudiend­o a este artista que les hace bailar bajo un suave arrullo erótico para sentirse sexy por un rato.

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