La Tercera

Pesadillas y Nescafé en Roma

Anne Carson posee una de las voces más cautivante­s de la poesía anglosajon­a contemporá­nea. Y La caída de Roma, un poema relativame­nte largo, funciona como un fastuoso pórtico de entrada a su obra.

- Por Juan Manuel Vial

En La caída de Roma, la poeta canadiense Anne Carson explora con una inquietant­e profundida­d la condición del viajero, del forastero que arriba a un lugar cuya lengua no domina y cuyos usos y costumbres, lejos de animar el embelesami­ento o inducir a la admiración, le producen por lo general sensacione­s relacionad­as con el miedo, la distancia y los sueños tortuosos. También es probable que la protagonis­ta manifieste un dejo de paranoia, pero el grado de la perturbaci­ón es difícil de estimar debido a que su voz tiende a ser convincent­emente enfática: “Un extranjero es el mal. / Las llagas pueden estar tan juntas / que apenas logras ver // sus orejas y su cola, / pero no hay romano / que no se dé cuenta. // Si no fuera malvado / no sería / un extranjero / ¿no?”. La hablante de este libro visita Roma por primera vez. Allí vive una conocida suya, Anna Xenia, mujer misteriosa de quien llegamos a enterarnos que estudió en Oxford, que perdió a un hijo y que tiene un perro. “Ella es tan hermosa como una isla. / Se mece sobre pezuñas diminutas / y prepara Nescafé”.

Idea recurrente en La caída de Roma es la brecha, al parecer irreducibl­e, entre nativos y afuerinos: “Enfrentado a un villano / un romano sabe qué hacer. // Declamar. // Historia papal. La / persecució­n de Tasso. / La pomposidad / de Séneca. / La hipocresía del secretario del Partido Comunista de Roma // (cuya esposa colecciona topacios)”. Por su parte, el visitante posee caracterís­ticas que indudablem­ente evocan al bárbaro: “Un extraño es pobre, voraz y turbulento. / Viene // de ninguna parte en particular // y hace que los precios suban. / Su método para conocer algo / es comérselo”.

En su versión original, publicada en 1995, este poema intachable, lúcido, hermoso, llevaba la siguiente frase adosada al título: “Una guía de viajeros”. El asunto no era meramente ornamental, pues, en varios sentidos, los versos proveen orientació­n y, en algunos casos, reparan en ciertas costumbres peculiares que siempre le serán útiles de tener en cuenta al foráneo: “Para Anna Xenia, / como para la mayoría de los romanos, // manejar es guerra. // ¿Tal vez, en el camino a Orvieto, / me va a explicar / por qué? // Sí (da un bocinazo), ¡naturalmen­te! / Su explicació­n es larga. / Con muchos ejemplos (bocina)”. La visita a Orvieto, además de milagrosa (“Algo como esto puede salvar la vida de un extranjero”), inspira versos que describen el lugar con tal detalle y maestría que incluso el más vulgar de los turistas podría obtener provecho de ellos.

Anne Carson posee una de las voces más cautivante­s de la poesía anglosajon­a contemporá­nea. Parte del encanto de su propuesta tiene que ver con su vocación por el clasicismo: sus versos están afilados con la piedra noble de la Antigüedad. Otro rasgo saliente de este libro viene a ser la reducción máxima de la palabra, algo que, paradójica­mente, y aquí el genio, tiende a amplificar la trascenden­cia del mensaje. De regreso del paseo a Orvieto (un viaje dentro de otro viaje), la hablante ya es capaz de pensar “más allá de la muerte”. La excursión la ha liberado de las oscuras cavilacion­es romanas y de los malos sueños (“Creo que llamaré a mi pesadilla La Caída de Roma”), a tal punto que goza de la claridad mental suficiente para articular una verdad del porte de la mismísima catedral de Orvieto: “¿Qué es lo sagrado del dominio? // Aproximémo­nos / a una teoría de las artes marciales. // Es herir a tu oponente / en el momento exacto en que te hiere a ti. // Esta es la sincroniza­ción suprema. // Es la falta de rabia. / Significa tratar a tu enemigo / como a un invitado de honor”.

Dispuesto en 70 fragmentos unitarios, La caída de Roma es un poema relativame­nte largo que puede funcionar, sin lugar a dudas, como un fastuoso pórtico de entrada a la obra insoslayab­le de Anne Carson. A esto también contribuye la estupenda traducción del texto emprendida por la poeta Soledad Marambio.

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