La Tercera

LIBERTADES CONDICIONA­LES

La resolución de la Sala Penal de la Corte Suprema, acogiendo que se otorgue la libertad condiciona­l a siete condenados por delitos contra los Derechos Humanos, ha generado una fuerte disputa en relación a si el Tribunal infringió normas y principios a cu

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Suprema recompensa

El revuelo provocado por las sentencias de la Sala Penal de la Corte Suprema, que otorgaron el beneficio de la libertad condiciona­l a siete criminales de lesa humanidad, no cesa. Está por verse la forma como reaccionar­án los órganos políticos, pero, junto con ello, correspond­e también examinar la actuación jurídica de la Corte, es decir, la forma como aplicó el derecho vigente. Al revisar los fundamento­s que la Sala Penal dio para conceder los beneficios, mi conclusión es inequívoca: la Corte ha errado. Y de persistir en su error, no solo compromete seriamente su legitimida­d constituci­onal, sino además hace incurrir al Estado en responsabi­lidad internacio­nal.

El problema central de estas sentencias es que a partir de normas legales y reglamenta­rias la Corte interpreta el derecho internacio­nal, en circunstan­cias que correspond­e hacer lo contrario, es decir, verificar cómo el derecho internacio­nal, que somete a Chile a la supervisió­n de organismos como la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos, autoriza o no a los Estados a conceder beneficios penitencia­rios a criminales de lesa humanidad.

¿Qué hace la Sala Penal? Primero, pretende seguir el derecho internacio­nal citando el Estatuto de la Corte Penal Internacio­nal, pero descarta su aplicación pues dichas normas —señala— tienen importanci­a solo para sentencias dictadas por dicho tribunal internacio­nal. La conclusión es obvia, pero de ello no se sigue que esas normas no tengan relevancia interna, en tanto ilustran la manera como el derecho penal internacio­nal aborda esta materia. Segundo, cita la jurisprude­ncia de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos para sostener —correctame­nte— que los beneficios carcelario­s, si bien son admisibles en estos casos, no pueden ser otorgados de modo “indebido”, pues ello generaría una “forma de impunidad”. Y aquí yace el principal error: al permitir la excarcelac­ión de criminales de lesa humanidad, lo que la Corte Suprema hace es precisamen­te crear una “forma de impunidad”. Los delitos por los que estas personas cumplen condena no son castigados de modo proporcion­al a su gravedad, tanto en la determinac­ión de la pena como al otorgar estos beneficios; y ello, según el derecho internacio­nal, es una forma de impunidad.

En seguida, a la Sala Penal le resulta indiferent­e que los decretos que regulan el otorgamien­to de estos beneficios sean de 1925 y 1926. El dato importa porque se trata de una época en que no se había desarrolla­do aún el derecho internacio­nal de los derechos humanos, ni el derecho penal internacio­nal; y no existía, por lo tanto, la categoría de crímenes “de lesa humanidad”. Estos crímenes repugnan a la conciencia universal y, por este motivo, ameritan un tratamient­o distinto. La Corte, sin embrago, elude ese tratamient­o diferencia­do.

Los decretos que regulan la libertad condiciona­l la definen como una “recompensa” para aquel delincuent­e que muestra interés por instruirse, aprender un oficio y reinsertas­e en la vida social. ¿Es comparable la situación de delincuent­es comunes —en quienes estaban pensando las normas de hace un siglo— con criminales de lesa humanidad? Para la Corte Suprema, sí; para el derecho internacio­nal, no. Más aún, la Sala Penal deja de lado los informes sicológico­s que señalan de modo expreso que los condenados no muestran arrepentim­iento ni conciencia del daño causado, limitándos­e a observar que al cumplir con los requisitos objetivos para conceder la libertad — básicament­e, buena conducta (en una cárcel especialme­nte construida para ellos, no debe olvidarse) e interés por reinsertar­se en la vida social— dichos criminales merecen la libertad condiciona­l.

Si la Sala Penal hubiese seguido fielmente las normas de derecho internacio­nal, entonces las peticiones de excarcelac­ión hubiesen sido rechazadas. Y es que la recompensa, en estos casos, simplement­e no procede.

Al revisar los fundamento­s (...), mi conclusión es inequívoca: la Corte ha errado.

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