La Tercera

Museotitis

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

Por donde se la mire, la idea de un museo de la democracia es pésima. De todo lo que ha trascendid­o (unas cuantas reuniones, una comisión, un par de nombres) no queda claro en qué se está pensando y cómo se abordará. Con semejante improvisac­ión precipitad­a no se arma ni siquiera una exposición o seminario, menos un museo.

La oportunida­d para lanzar la idea fue inadecuada. Produjo la impresión de que se trataría de una alternativ­a al Museo de la Memoria tras el “affaire Rojas” en que el gobierno quedó mal parado. Que la memoria correspond­a a la izquierda, y la historia a la derecha – así dio a entender una impulsora de la iniciativa- es no comprender la memoria ni la historia. En estricto rigor, esta última no es de nadie en específico; y la primera no es fiable, sea de quien sea.

Tampoco se entiende por qué se obvió al Museo Histórico si el propósito era abordar el quiebre de 1973 y la “transición” posterior. Que en Palacio estén por querer reeditar el consensual­ismo no desmiente que éste viniera fallando desde los años 90, como muchos lo argumentam­os, y luego se confirmara al colapsar la Concertaci­ón en 2010. Dicho de otro modo, que un gobierno pretenda montar un museo que reafirme su orientació­n política resulta impresenta­ble.

Está, además, lo del tema, la democracia, que algunos insisten en confundir con el republican­ismo, cuando se puede sostener que éste, en su versión liberal, es su opuesto; en el siglo XIX de todas maneras. En cuanto al XX, el lío más lo que enreda que lo que resuelve. Los socialismo­s reales (e.g. la RDA), que tuvieron seguidores locales, se decían de sí mismos democrátic­os; China aún se autodenomi­na “república popular”. Y si nos atenemos a la regla de la mayoría, hasta nuestra dictadura militar podría pasar por “la voz de los que no tienen voz”, como dijera Pinochet; Rousseau y el jacobinism­o –vigentes hoy como nunca— no pudieron haberlo dicho mejor. Por último, sostener que “prácticas políticas”, de hecho liberales, no democrátic­as per se (e.g. elecciones), revelarían una fe democrátic­a, es tan válido como afirmar que porque se va a misa y comulga se es espiritual.

Obviamente, un museo que pretenda hacerse cargo del pasado no sustituye a la historia, de igual modo que la “memoria” incuestion­ada de un bando no puede erigirse en la de todos. Se queda corto, no agota el tema. La historia es reflexiva, crítica y revisionis­ta. No admite que se consensue o venere. Nadie afirmaría que ésta convoca y congrega como las banderas (gusto de Piñera), o las muestras o montajes (el término es correcto) referidos a abusos a derechos humanos ONU consagrado­s. No consuela ni alecciona. No es rabiosa ni entusiasta. Es seria.

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