¿Qué nos dice la Primavera de Praga?
Hace 50 años, las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia y aplastaron el valiente reformismo liberal del recientemente nombrado Primer Secretario del del Comité Central del Partido Comunista, un señor con más pinta de actor que de burócrata y que había tenido la prudencia de plantear sus reformas de tal modo que no pareciera que pretendía abandonar la órbita soviética. Los trágicos precedentes de la fallida revolución democrática de Hungría en 1956 y de conatos posteriores en Alemania Oriental exigían navegar dificultosamente entre las aguas de la reforma liberal y las de la lealtad a la Unión Soviética.
Moscú entendió que si dejaba que esa bolita de nieve siguiera corriendo, el Pacto de Varsovia se podía desmadejar. Por tanto, mandó medio millón de tropas y dos mil tanques con la consigna de matar al huevo en la gallina.
Cincuenta años después, toca extraer lecciones estimulantes de esta luctuosa efemérides.
La primera es que la fortaleza de un sistema autoritario e imperialista es sólo aparente y temporal, algo que no será fácil aceptar para los cubanos que, bajo la Presidencia formal de Miguel Díaz-Canel, acaban de recibir el mazazo de una reforma constitucional que pretende perpetuar el comunismo tras la muerte de Raúl Castro.
Tampoco será fácil para los venezolanos que padecen al chavismo desde hace dos décadas y huyen por las fronteras en busca de un destino. O para los nicaragüenses que han visto a los paramilitares de Daniel Ortega masacrar a casi cuatrocientos compatriotas en pocos meses.
Pero no olvidemos que el mismísimo Dubcek, al que Moscú convirtió en un paria en su propio país tras la invasión, celebró junto a Václav Havel, apenas 21 años después de la invasión, el retorno de la independencia y de la democracia, y asumió la Presidencia del Parlamento checoslovaco. No sólo eso: en los 80, Gorbachov basó su perestroika y su glasnost en la Primavera de Praga.
Quiere decir no sólo que el imperialismo soviético era menos sólido de lo que parecía sino también que la Primavera de Praga, tan aparentemente insignificante frente a los tanques del Pacto de Varsovia, era un adversario muy poderoso por su capacidad para reverberar en el tiempo.
Una segunda lección es que toda estructura burocrática dictatorial tiene el germen de su propia destrucción alojado en su interior. El propio Dubcek había sido un apparátchik ejemplar del comunismo checoslovaco. Por eso lo nombraron primer secretario en la región de Eslovaquia, primero, y, más tarde, a escala nacional. Y lo primero que hizo, igual que Gorbachov, otro apparátchik ejemplar, fue emprender reformas subversivas desde el interior del sistema.
¿Puede alguien asegurar que el comunismo cubano o el chavismo o el sandinismo no tienen en su interior reformistas potenciales que, por temor, oportunismo o lucidez tarde o temprano buscarán una salida? Los tres casos han producido disidentes y apóstatas que alguna vez fueron dóciles al sistema que luego repudiaron. Salieron del sistema antes de escalar a niveles desde donde hubieran podido modificarlo, pero su mera existencia confirma la endeblez de la lealtad que profesan los que están adentro.
La tercera lección: la cultura prevalece sobre la ideología. No digo que la cultura nunca varía: lo hace, pero muy lentamente. Los checos tenían cierta cultura democrática y emprendedora (habían sido una pequeña potencia industrial) y cuatro décadas de comunismo no bastaron para erradicar ambas cosas. Por eso la República Checa -a pesar de que su democracia se está afeando por el nacionalismo populista— ha sido una de las historias de éxito en Europa desde la caída del comunismo.
Viva la Primavera de Praga.