La Tercera

Tiempos violentos

- Por Marcelo Contreras

Cero respeto a todos los payasos del género”, escribió molesto por Instagram J Balvin, dardo dirigido a los artistas del reggaetón que alaban el mundo narco. La súper estrella de Medellín creció en esa zona dominada por el crimen y la violencia, y se siente con el derecho de imponer orden. “Lo único que tienen para brindar es una mierda de vibras cuando vinimos es a poner a la gente a bailar y a hacerlos felices” (sic). J Balvin hace estas declaracio­nes tras dos meses de épica batalla con Drake por el título mundial del artista más escuchado en Spotify. A los 33 años integra la selecta armada colombiana del pop a escala global con Shakira, Juanes y Maluma. Cuando una trayectori­a llega a ese punto, se abrazan las causas correctas y a la vez se predica, una escuela donde Bono dicta cátedra. En su reciente paso por el Movistar Arena, J Balvin remarcó la importanci­a de los sueños, la misma motivación del universo Disney. Con ese guión, los narcos son una realidad horrible que merece soslayo, pero la historia no coincide con J Balvin. Los bajos fondos y los territorio­s ajenos a la ley siempre han sido motivos para el arte con resultados grandiosos. Caravaggio (15931610) era genial pintando oscuras escenas cargadas de pobreza y violencia, y él mismo ejerció violencia sanguinari­a toda su vida, y así mismo en la música popular existen subgéneros que reflejan los márgenes de la sociedad. Paradigma, los narcorrido­s, banda sonora de los traficante­s entre México y EE.UU. convertido­s en una crónica de cuanto ocurre con capos y bandas rivales, un retazo de tradición juglaresca tal como lo explica la columnista Marisa Pineda esta semana en debate.com.mx. “Ahí, al alcance de todos los que estén dispuestos a escuchar con atención, se informa de alianzas, traiciones, aprehensio­nes, fugas, venganzas, los hechos y las pasiones presentada­s con lujo de detalles”.

La música country también contiene vetas identifica­das con engaños, peleas, robos y asesinatos. En esta última categoría hay joyas como Goodbye Earl (1999) de Dixie Chicks, el relato de una mujer que junto a una amiga asesina a su marido abusador; Cedartown, Georgia (1971) de Waylon Jennings, sobre el homicidio de una pareja; y Red headed stranger (1975), álbum conceptual de Willie Nelson con la historia de un fugitivo que arrastra la muerte de su esposa y amante.

La relación más vistosa entre música y glorificac­ión del delito se consuma en el hip hop, manifestac­ión musical de la marginalid­ad urbana que inquietó a las autoridade­s cuando el rap pandillero de N.W.A. cautivó a la juventud blanca. Como dijo Greg Kot, crítico musical de Chicago Tribune sobre el debut del grupo, “el gangsta rap obligó a Estados Unidos a enfrentar los problemas en sus guetos, y sus realidades fueron impactante­s cuando se presentaro­n de manera tan explícita en una grabación codiciada por adolescent­es suburbanos blancos”.

El dancehall, poderosa rama derivada del reggae, también preocupa a la policía jamaicana por su abierta relación con el mundo delictivo, al punto de encargar un estudio hace un par de años para determinar los nexos entre las letras del género y el crimen. El tango argentino ha expresado la vida de los guapos mediante el lunfardo y así también sufrió una curiosa prohibició­n en los años 40 con un prelado a cargo de censurar versos. En Chile cuecas bravas como El Chute Alberto de Roberto Parra ejemplific­a el link entre arte popular y criminalid­ad: “Lo mataron por lonyi, por aniña’o, no dijo ni hasta luego y se jue corta’o”. Otro clásico, La Corina Rojas, aborda un bullado asesinato en Santiago en 1916, donde una mujer mata a su marido y es condenada a muerte con una letra que compadece a la victimaria: “Tengo pena, tengo rabia (...) porque a la Corina Rojas, la quieren fusilar”.

Es cierto que llegamos a un punto donde los criminales ligados a las drogas adquieren glamour por la cultura pop, banalizand­o sus actos a través de la ostentació­n material. A la vez es difícil sino imposible exigir que el arte se resista a encontrar inspiració­n donde sea. El tipo de reggaetone­ros que desprecia J Balvin se motivan por el entorno, así como Caravaggio salía a las calles y pintaba lo que veía. No se trata del mismo talento, claro está. Pero el acto es el mismo.

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