DERRUMBE DE UNA ACUSACIÓN CONSTITUCIONAL
La profusión de voces que han hecho ver lo improcedente de acusar a tres jueces de la Corte Suprema debería ser suficiente para no persistir.
5 EDITORIAL
La acusación constitucional que diputados de oposición han presentado en contra de tres jueces de la sala penal de la Corte Suprema ha seguido su curso procesal, con las debidas notificaciones a los magistrados aludidos y la elección del equipo jurídico que los defenderá. Los promotores de esta acusación han insistido en que al haberse acogido recursos de amparo que otorgaron la libertad condicional a varios convictos de Punta Peuco se ha producido un notable abandono de deberes, consagrando la impunidad y violando tratados en materia de derechos humanos.
En una primera fase, la opinión pública fue muy impactada por estas resoluciones, y el escándalo que de allí surgió seguramente hizo que muchos vieran como inevitable una acusación constitucional. Con el correr de las semanas, sin embargo, se ha producido un vuelco sorprendente, pues han sido muchas las voces que se han ido sumando -destacados penalistas y constitucionalistas, reconocidos abogados del mundo de los derechos humanos, además del propio poder judicial, incluido su presidente subrogante- para denunciar que dicha acusación carece de todo sustento jurídico, y que de aprobarse constituiría una gravísima injerencia de un poder del Estado sobre otro, violando normas expresas de la Constitución -que impiden cuestionar los fundamentos de un fallo- y afectando la independencia de los tribunales de justicia.
Esta suerte de muralla que se ha levantando en contra de la acusación constitucional era algo que sus promotores sin duda no esperaban, y que debería llevar a una profunda reflexión sobre el sentido de continuar con esta acción, que de prosperar será vista como una espuria maniobra política, sin ningún beneficio para la sociedad. Esta actitud de defensa resuelta a los fueros del Poder Judicial y el llamado a un uso responsable de un recurso tan gravoso como la acusación constitucional resulta especialmente valiosa, renovando la confianza en la prudencia y buen juicio de la sociedad civil, que no está disponible para dejarse arrastrar por este tipo de maniobras.
Infundadamente se ha buscado acusar que la decisión de los jueces constituye un inaceptable “cambio de criterio” respecto de la línea que hasta ahora supuestamente había seguido la Corte Suprema, renuente a conceder beneficios a condenados por delitos contra los derechos humanos. Pero tal como reveló una investigación de este medio, el máximo tribunal ha concedido en reiteradas ocasiones libertades condicionales a estos reclusos, sin que ello haya sido motivo de escándalo. Es natural que según vaya cambiando la composición de las salas, prevalezcan distintos criterios jurídicos, lo que en ningún caso podría considerarse como notable abandono de deberes. Es evidente que la legislación actual no contiene normas expresas que impidan conceder dichos beneficios, y la única forma de subsanarlo es legislar para acotar el espacio de interpretación.
El debate se ha ido decantando de forma que quienes dan sustento a esta acusación-ya qu ellos que se han p legado aell ademan era oportunista- aparecen validando la noción de que los fallos judiciales son válidos en la medida que coincidan con las propias preferencias, ola legitimidad de un juez depende ya no de su criterio jurídico, sino de un determinado color político.