Zona de sacrificio
Me sorprende la naturalidad con que hemos asumido el término “zona de sacrificio”. Casi todos hemos procesado el concepto con una liviandad inaudita, sin cuestionamientos semánticos. Por supuesto que para algunos la expresión puede evocar imágenes apocalípticas (no del todo lejanas de la realidad, por cierto), pero en general prima esa llaneza con que inconscientemente enfrentamos los hechos consumados y cotidianos. De este modo, “zona de sacrificio” ha pasado a tener un peso simbólico similar a “portonazo”, “acusación constitucional” o “cohecho”.
El término “zona de sacrificio” se utilizó por primera vez en Estados Unidos el año 1973, en referencia al daño ambiental que ocasionaban las minas de carbón a cielo abierto. Contrariamente a lo que uno esperaría de un país desarrollado, hoy por hoy en Estados Unidos existen innumerables zonas de sacrificio. Y gracias a las recientes medidas impulsadas por el presidente Trump, muchas industrias contaminantes se han visto liberadas de las regulaciones medioambientales que les fueron impuestas tras décadas de trabajo comunitario y legislativo.
En los años 80, Milton Friedman, el papi de nuestros Chicago Boys y de sus posteriores acólitos, consagró la maximización del valor para el accionista. En pocas palabras, el concepto apunta a que la única responsabilidad social de una empresa es maximizar las ganancias, dejando las cuestiones éticas en manos de los individuos y de los gobiernos. En la actualidad, el predicamento de Friedman podría parecernos feroz, y claro que lo es, pero me temo que el sentido último del criterio ha calado hondo en nuestra mentalidad, hasta el punto en que ya no somos capaces de calibrar una expresión tan brutal como “zona de sacrificio”.
Compadecemos a los habitantes de Quintero y Puchuncaví, cierto, esperamos que el gobierno aplique multas siderales a los responsables de las emanaciones químicas, cierto, pero en nuestros engranajes mentales está acendrada la noción de que es natural que el progreso, en su infinita marcha hacia el desarrollo, arrase con la gente y el entorno de ciertos lugares sacrificiales. Después de todo, la mayor falacia que el libremercadismo instauró en el discurso político fue que a mediano plazo, dentro de ese espacio de tiempo eterno que comprende el mediano plazo, seríamos un país desarrollado.
El debate ideológico más importante de Estados Unidos gira hoy en torno al futuro del capitalismo. El asunto está comenzando, pero paulatinamente irá agarrando vuelo y copando la agenda política. Por el flanco izquierdo, la voz cantante la lleva la senadora Elizabeth Warren, quien se ha detenido a considerar con especial ahínco el predicamento de Friedman recién mencionado. Despojar al capitalismo de su rapacidad homicida parece sensato, más aún si con ello lo único que se pretende es salvarlo. En pos de esto mismo, de resguardar a la gallina gorda de los huevos de oro, los directores de las empresas responsables de la actual y de las futuras crisis medioambientales en Quintero y Puchuncaví podrían permitirse un pequeño gesto que hasta ahora no han hecho: repartirles algún dinerillo a los bomberos de la zona de sacrificio, para que así, cuando ocurra la próxima emanación tóxica, ellos no tengan que ir a refugiarse a sus hogares como cualquier civil por falta de ropaje adecuado.
La llaneza con que enfrentamos los hechos consumados, lleva a que “zona de sacrificio” equivalga a un “portonazo”.