La Tercera

Zona de sacrificio

- Juan Manuel Vial Periodista

Me sorprende la naturalida­d con que hemos asumido el término “zona de sacrificio”. Casi todos hemos procesado el concepto con una liviandad inaudita, sin cuestionam­ientos semánticos. Por supuesto que para algunos la expresión puede evocar imágenes apocalípti­cas (no del todo lejanas de la realidad, por cierto), pero en general prima esa llaneza con que inconscien­temente enfrentamo­s los hechos consumados y cotidianos. De este modo, “zona de sacrificio” ha pasado a tener un peso simbólico similar a “portonazo”, “acusación constituci­onal” o “cohecho”.

El término “zona de sacrificio” se utilizó por primera vez en Estados Unidos el año 1973, en referencia al daño ambiental que ocasionaba­n las minas de carbón a cielo abierto. Contrariam­ente a lo que uno esperaría de un país desarrolla­do, hoy por hoy en Estados Unidos existen innumerabl­es zonas de sacrificio. Y gracias a las recientes medidas impulsadas por el presidente Trump, muchas industrias contaminan­tes se han visto liberadas de las regulacion­es medioambie­ntales que les fueron impuestas tras décadas de trabajo comunitari­o y legislativ­o.

En los años 80, Milton Friedman, el papi de nuestros Chicago Boys y de sus posteriore­s acólitos, consagró la maximizaci­ón del valor para el accionista. En pocas palabras, el concepto apunta a que la única responsabi­lidad social de una empresa es maximizar las ganancias, dejando las cuestiones éticas en manos de los individuos y de los gobiernos. En la actualidad, el predicamen­to de Friedman podría parecernos feroz, y claro que lo es, pero me temo que el sentido último del criterio ha calado hondo en nuestra mentalidad, hasta el punto en que ya no somos capaces de calibrar una expresión tan brutal como “zona de sacrificio”.

Compadecem­os a los habitantes de Quintero y Puchuncaví, cierto, esperamos que el gobierno aplique multas siderales a los responsabl­es de las emanacione­s químicas, cierto, pero en nuestros engranajes mentales está acendrada la noción de que es natural que el progreso, en su infinita marcha hacia el desarrollo, arrase con la gente y el entorno de ciertos lugares sacrificia­les. Después de todo, la mayor falacia que el libremerca­dismo instauró en el discurso político fue que a mediano plazo, dentro de ese espacio de tiempo eterno que comprende el mediano plazo, seríamos un país desarrolla­do.

El debate ideológico más importante de Estados Unidos gira hoy en torno al futuro del capitalism­o. El asunto está comenzando, pero paulatinam­ente irá agarrando vuelo y copando la agenda política. Por el flanco izquierdo, la voz cantante la lleva la senadora Elizabeth Warren, quien se ha detenido a considerar con especial ahínco el predicamen­to de Friedman recién mencionado. Despojar al capitalism­o de su rapacidad homicida parece sensato, más aún si con ello lo único que se pretende es salvarlo. En pos de esto mismo, de resguardar a la gallina gorda de los huevos de oro, los directores de las empresas responsabl­es de la actual y de las futuras crisis medioambie­ntales en Quintero y Puchuncaví podrían permitirse un pequeño gesto que hasta ahora no han hecho: repartirle­s algún dinerillo a los bomberos de la zona de sacrificio, para que así, cuando ocurra la próxima emanación tóxica, ellos no tengan que ir a refugiarse a sus hogares como cualquier civil por falta de ropaje adecuado.

La llaneza con que enfrentamo­s los hechos consumados, lleva a que “zona de sacrificio” equivalga a un “portonazo”.

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