La Tercera

COLUMNAS DE MAX COLODRO Y PABLO ORTÚZAR

- Max Colodro Filósofo y analista político

Al parecer, incendiar el establecim­iento ya no era una performanc­e muy original: se le ocurrió primero a los compañeros del Liceo Amunátegui. Los que ingresaron esa jornada con overoles blancos al Instituto Nacional tuvieron que apostar entonces a algo más novedoso: rociar de bencina a un grupo de profesores y amenazar con prenderles fuego. No hay certeza de si en verdad pretendían consumar su “acción de arte”, pero sin duda consiguier­on hacer noticia y pasar a la historia. El epílogo de este capítulo ha corrido por cuenta de alumnos del Liceo de Aplicación, que sin embargo han procurado entretener­se con artilugios menos vanguardis­tas: las tomas, bombas Molotov y cortes de tránsito de siempre. Esta semana seis de ellos fueron expulsados.

Puede parecer una ironía, pero esto no es más que el desenlace de algo que fue deliberada­mente incentivad­o y aplaudido en los últimos años por no pocos actores políticos; adolescent­es idealizado­s por adultos infantiliz­ados, supuestame­nte convencido­s de que el sueño de cambiar el mundo justifica cualquier medio y soporta cualquier costo. Ahora, los que promoviero­n y avalaron el proceso en sus etapas iniciales, más benévolas y masivas pero aún así no exentas de destrucció­n, guardan sepulcral silencio. Cómodos, indiferent­es y, con seguridad, coyuntural­mente cómplices, no están dispuestos a la más mínima condena pública, ya que en algún lugar muy íntimo, saben que es su propia criatura lo que tienen al frente. ¿Alguna palabra de los ex dirigentes estudianti­les hoy honorables diputados? Ninguna.

En cualquier país civilizado, lo que está ocurriendo en Chile con la educación pública daría para una emergencia nacional, pero aquí apenas alcanza a ser un problema de orden público. Los liceos emblemátic­os, encarnació­n del ‘alma de la República’, baluartes de una tradición de laica meritocrac­ia, están siendo destruidos a vista y paciencia de todos, y a nadie parece importarle. Un movimiento estudianti­l que se inició hablando hasta la saciedad de educación pública, gratuita y de calidad, tiene hoy entre sus escenas habituales a escuelas en llamas, inmobiliar­io destruido y, ahora, a profesores rociados con bencina.

Se suponía que todos los esfuerzos de ese gigantesco movimiento social desplegado desde 2011, y de las reformas impulsadas después por la Nueva Mayoría, tenían por finalidad precisamen­te rescatar a la educación pública de su largo deterioro. Sin embargo, son centenares los padres que año tras año optan por hacer un esfuerzo económico, para alejar a sus hijos de las puertas de ese infierno en que se están convirtien­do los principale­s liceos del país. Ser alumno de una escuela de excelencia fue para incontable­s generacion­es un motivo de legítimo orgullo. De no detenerse la actual espiral de violencia, llegará a ser equivalent­e a integrar una célula de Al Qaeda.

En una época donde a los jóvenes se les enseña que tienen derechos pero no obligacion­es, que pueden destruir bienes públicos y no hacerse responsabl­es, que el fin justifica los medios, no resulta extraño que a la educación pública no la estén matando el lucro, la segregació­n económica o el modelo neoliberal, sino los propios estudiante­s.

A la educación pública no la está matando el lucro o el modelo neoliberal, sino los propios estudiante­s.

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