La Tercera

12 de septiembre

- Pablo Ortúzar Antropólog­o social

La atrocidad humana, para quien estudia historia, resulta conmovedor­a pero no sorprenden­te. Está claro que somos peligrosos. En tiempos y culturas donde la moral estaba siempre del lado de los vencedores y todo hombre libre era un guerrero, la violencia se ejercía sin culpa ni pudor. En tiempos cristianos, en cambio, la violencia no desaparece, como la revelación pretende, sino que comienza a ser justificad­a de manera retorcida. Se ejerce ya no en nombre del poder, sino de las víctimas: del pueblo pobre, la patria en peligro o los civiles indefensos.

Lo mismo pasa con la política: tiende a volverse una competenci­a por acaparar la legitimida­d sacrificia­l de las víctimas en nombre de las cuales se ejerce el poder. Esto explica, por ejemplo, la disputa en torno al Museo de la Memoria, que es, además de otras cosas que todos deberíamos valorar, un artefacto político utilizado por la izquierda para tratar de declarar una eterna superiorid­ad moral (por algo el recorrido termina en el triunfo del conglomera­do gobernante que crea el espacio). De ahí su presupuest­o muy superior al de muchos museos importante­s, pero políticame­nte irrelevant­es: el poder no da puntada sin hilo. De ahí, también, que muchos artistas de izquierda que hacen intervenci­ones políticas, como Raúl Zurita o Alfredo Jaar, manoseen la idea de que el 11 de septiembre de 1973 nunca dejará de ocurrir: es el sueño de la supremacía moral eterna, formulado, al igual que el museo, justamente cuando esa fuente de autoridad comienza a debilitars­e. Las disputas políticas actuales, como advirtió el antropólog­o René Girard, giran en torno a decidir qué víctimas serán considerad­as, cuáles serán ignoradas y quién será culpado.

Nuevas víctimas oficiales emergen, mientras las antiguas transitan hacia el olvido político. Y, con ellas, nuevos chivos expiatorio­s son ofrecidos a los dioses debutantes. Los inmigrante­s, los presos y los vendedores ambulantes en el altar del orden y la prosperida­d de la clase media. Los pervertido­s, los machistas y los acosadores en el de la igualdad de género. Para mostrar compromiso con las víctimas, se lincha o se castiga excesiva o “ejemplarme­nte” a los victimario­s o a los acusados de serlo, tratándolo­s como una categoría humana, en vez de como individuos. Alrededor, casi nadie se atreve a demandar justicia en vez de venganza, por temor a ser apuntado. Dinámica particular­mente fuerte cuando un nuevo tipo de víctima se visibiliza, demandando resarcir años de abuso.

Los políticos, en tanto, se acomodan. Los que pueden, por convicción o cálculo, se mueven hacia la corrección política, y los que no, hacia la incorrecci­ón, buscando el voto de los que quedan en “el lado incorrecto de la historia”. Bajo las víctimas oficiales, en tanto, esperan las otras víctimas, cuya representa­ción el poder no se disputa: los miserables, los viejos abandonado­s, los delincuent­es, los totalmente excluidos. Aquellos “sin figura, sin belleza (...) cuyo rostro está desfigurad­o por el dolor”.

La política tiende a volverse una competenci­a por acaparar la legitimida­d sacrificia­l de las víctimas.

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