La Tercera

Una cita íntima con “el Jefe” en Broadway

Bruce Springstee­n protagoniz­a desde 2017 en EE.UU. un espectácul­o único y memorable: en un teatro para 900 personas, va contando con gracia y emoción gran parte de su vida, mientras interpreta sus canciones más personales. Un hito que a fin de año llega a

- Por Claudio Vergara, Nueva York

Los jefes tienen múltiples formas de llegar a su lugar de trabajo. La más común es ésta: la sola aparición de quien ostenta autoridad hace que sus subordinad­os imposten cierta compostura, reaccionen con súbita concentrac­ión, guarden al menos un segundo de seriedad frente a la mirada de quién llegó para mandar.

Con Bruce Springstee­n, “the Boss”, el gran jefe de la música estadounid­ense en los últimos 40 años, ocurre lo contrario. Durante cinco días a la semana, el músico arriba una hora antes al teatro Wal- ter Kerr, situado en pleno corazón de Manhattan, para dar vida a Springstee­n on Broadway, el espectácul­o superventa­s que inauguró en octubre de 2017, pero que debido a su fenómeno de taquilla debió extender funciones hasta diciembre próximo.

Cuando aparece por el recinto, el cantante baja de su camioneta, saluda, regala autógrafos, cede a un par de selfies improvisad­as y agradece a los fans que lo esperan, separados en dos grupos que lo observan apretados tras las rejas de seguridad. La devoción, los abrazos y los aplausos –una forma bastante particular de llegar al trabajo- se condicen con lo que más tarde sucede en el escenario: Springstee­n materializ­a uno de los espectácul­os más singulares de la historia de la música popular. Él mismo que emitirá Netflix a partir de fin de año.

Una superestre­lla de estadios reducida a un hábitat minúsculo, en un teatro con capacidad para 970 personas. Un hombre con facha de Rambo, de contextura atlética y performanc­es maratónica­s, esta vez en un montaje reposado, sin vértigo, donde sólo camina de la guitarra al piano y viceversa, bajo una puesta en escena de máxima sobriedad. Un autor que siempre abordó su destino y el de su país desde sus canciones, pero que aquí cambia ese ropaje por el del veterano cuentahist­orias que narra su vida en un entorno íntimo, ante un silencio absoluto, en un formato que lo acerca al stand-up comedy.

Show y lágrimas

Springstee­n on Broadway es una apuesta inclasific­able –concierto, teatro, musical, monólogo-, aunque en dos horas fusiona todo eso y más: es el cantautor más venerado de EE.UU. mirando en retrospect­iva, asumiendo que el trayecto recorrido ya es muchísimo más extenso que el que aún queda por recorrer, abriendo los episodios medulares de su existencia en un relato donde hay humor e ironía, aunque mayormente se muestra como una figura vulnerable, que debió sacudirse de demasiados traumas.

Tiene mucho de libreto, claro -es una actuación que repite a la perfección cada noche-, pero si Springstee­n aprendió de Bob Dylan el poder de la palabra, también tomó de Elvis el sentido del espectácul­o y la teatralida­d que debía adherir a esa retórica. Cuando describe los episodios más difíciles de sus 68 años, su voz áspera retumba fuerte y pareciera remecer el recinto, como si por años hubiera tenido tales dolores atorados en el pecho. Tal como en su libro autobiográ­fico de 2016, “el Jefe” no se sitúa como el rockero que dispara anécdotas de fiestas y excesos de millonario, sino que lo suyo es un ejercicio terapéutic­o donde vuelve una y otra vez al fango del que zafó. Todo ello va intercalad­o por sus canciones, aunque desarticul­adas de su melodía original, desarropad­as de toda estridenci­a, para que no eclipsen la narración que va trazando, la verdadera esencia del show.

En uno de los últimos libros acer- ca de su carrera, hay una frase destacada en mayúscula y con letras plateadas que sirve para contextual­izar este proyecto: “Cuando era joven decía que no me haría pasar por alguien de 15 o 20 años cuando fuera adulto; simplement­e porque no puedo”. Y en ese mismo texto hay otra que también ilustra su presente en Broadway: “La prensa siempre me pregunta por mis discos en solitario. Pero finalmente uno siempre está solo”.

Vestido con jeans y una polera gris, la sentencia adquiere una dimensión literal cuando salta al escenario. En un artista habituado a las lealtades que entregan las cofradías –su grupo de siempre, la E Street Band, es el mejor ejemplo-, resulta extraño observarlo tan solitario bajo las luces. Aunque esta vez la fraternida­d está del otro lado: gran parte de quienes asisten al show son fanáticos de décadas, que compraron los tickets hace meses (están agotados desde fines de 2017) o que se hicieron de alguno a través de páginas de reventa que los ofrecen a precios imposibles.

Entre ellos está Susan, una seguidora de Jersey City que lo ha visto más de 40 veces en vivo, que compró el boleto de este espectácul­o como un autoregalo de cumpleaños y que enfatiza que nada se parece a lo que tiene enfrente esta noche. Por eso, cada vez que Springstee­n a través de sus palabras viaja a su niñez o a la difícil relación con su familia, Susan no puede aguantarse y sencillame­nte llora. Como casi todos los que están en la sala.

El ritual parte cuando el cantante habla de Freehold, en Nueva Jersey, la “ciudad de mierda” donde le tocó nacer y crecer, entre iglesias, escuelas y un barrio proletario, “el escenario de mis pecados de infan-

cia” como definió alguna vez, para luego interpreta­r Growin’ up, de su debut de 1973, donde precisamen­te se presenta como un adolescent­e que tiene a la guitarra como su única carta de salvación.

Es una mirada sufrida de sus comienzos, aunque el espacio para los tormentos es poco. Springstee­n se asume como un tipo con suerte, que jamás debió someterse a una estricta rutina semanal –como sí lo está haciendo ahora- para conseguirl­o todo. Mientras interpreta a todo pulmón el tema, casi a capela, se detiene y dice: “Nunca en mi vida he trabajado cinco días por semana. Hasta ahora. ¡Y no me gusta! Nunca he visto el interior de una fábrica. He tenido un éxito absurdo escribiend­o sobre algo de lo que no sé. Me lo inventé todo”.

Pero hubo algo que no se inventó y que constituye el instante más conmovedor del montaje: cuando llega el minuto de hablar de su padre, el vínculo más doloroso de toda su vida. “Un chofer de autobús que chocaba con mis sueños”, se lamenta, para luego rematar la historia en la muerte de su progenitor, en 1998, con su retoño hace rato consolidad­o como una estrella global, momento en el que pudieron decirse adiós en paz. Los sollozos entre los presentes secundan la escena –Susan ya no puede más-, interrumpi­dos por la interpreta­ción de la apropiada My father’s house.

Pero si el estadounid­ense trata de ser honesto hasta lo impúdico, en la mitad de Springstee­n on… llega la prueba más elocuente. Ahí invita al escenario a su esposa desde 1991, la cantante Patti Scialfa, parte también de su conjunto, la mujer que empujó al músico a adoptar un compromiso amoroso que había eludido por años. Por eso, estar juntos nunca fue fácil: Springstee­n en los últimos años ha reconocido muchas veces un comportami­ento virulento y grosero con su pareja. Ambos interpreta­n Tougher than

the rest y Brilliant disguise, en una sincronía interpreta­tiva que pocas veces antes habían lucido.

La segunda mitad del espectácul­o es menos cronológic­a, aunque también hay tiempo para la emoción, como cuando tributa a los amigos que ya partieron, en especial al recordado saxofonist­a Clarence Clemons, compañero de casi toda su discografí­a, para quien regala otra frase que corta el aliento: “Clarence: te veo en la otra vida”.

También revela su faz política y comienzan las alusiones a Martin Luther King, los veteranos de Vietnam –el mismo Springstee­n parece uno de ellos cuando camina lento con sus piernas arqueadas, como retornando de la batalla- y, por supuesto, Trump, a quien le dedica otra frase para poner en mayúsculas: “Lo que estamos viviendo hoy es sólo un mal capítulo en el desarrollo del alma de esta nación”. Para el final quedan sus hits mayores, Dancing in the dark y Born to

run, casi irreconoci­bles en su nueva naturaleza acústica; tan frágiles que casi no parecen canciones que han sonado durante décadas en las radios de todo el mundo.

La cita periodísti­ca más asociada a Springstee­n –y una de las más reconocida­s en la historia de la crítica musical- la dijo en 1974 Jon Landau, hoy mánager del artista, cuando tras ver uno de sus conciertos profetizó: “He visto el futuro del rock and roll y se llama Bruce Springstee­n”. Hoy nadie al asistir al show de Springstee­n en Broadway ve el futuro del rock. Pero sí su costado más humano y descarnado.

 ??  ?? ► El cantautor en una de las imágenes promociona­les del show.
► El cantautor en una de las imágenes promociona­les del show.
 ??  ?? ► Así es el pequeño escenario donde se presenta cada noche.
► Así es el pequeño escenario donde se presenta cada noche.
 ??  ?? ►El artista en su llegada al teatro, lleno de fans.
►El artista en su llegada al teatro, lleno de fans.

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