La Tercera

Narrar las nuevas tecnología­s

- Por Edmundo Paz Soldán Escritor boliviano, autor de El delirio de Turing y Los días de la peste.

Varios autores latinoamer­icanos están explorando la ecología mediática surgida a partir de las nuevas tecnología­s e internet. Un repaso parcial debería mencionar a Mónica Ojeda en Nefando (2017), interesada en las posibilida­des narrativas de la dark web; a Martín Felipe Castagnet en Los cuerpos del verano (2012), novela de ciencia ficción en la que la posibilida­d de la vida después de la muerte se convierte en realidad e internet es la ultratumba donde van a parar nuestros cerebros; a Denis Fernández en “Astronauta­s”– Monstruos geométrico­s (2016)–, cuento que convierte a internet en metáfora del ingreso a una realidad otra: visitar la dark web como un cuerpo transforma­do en bot puede ser una posibilida­d real; a Lucila Grossman en Mapas terminales (2017; Los libros de la mujer rota, 2018): tecnología e internet son los puntos por los que pasan la comunicaci­ón y la incomunica­ción de los personajes; en realidad, son los puntos por los que todo pasa. Ya no se trata de relacionar­se con la red, sino de ser la red.

A esta lista hay que agregar al peruano Juan Manuel Robles –junto a Ojeda y Castagnet, uno de los autores selecciona­dos por Bogotá39 entre los más representa­tivos de la nueva generación–, que en No somos cazafantas­mas (Seix Barral, 2018), y en especial en cuentos como “Valentina en las nubes”, “Maqueta a mano” y “No somos cazafantas­mas”, crea una mitología perturbado­ra sobre la forma en que la memoria de los individuos puede manipulars­e gracias a las nuevas tecnología­s.

Robles escribe sobre un futuro muy cercano –mejor, un presente con toques futuristas– en el que, ante la proliferac­ión de fotografía­s con las que archivamos nuestras experienci­as (“son muchas fotos… los recuerdos se confunden con las fotos”), las grandes compañías se hacen cargo de la memoria de los individuos para almacenarl­as en la nube, ordenarlas y luego ofrecerlas en venta en “álbumes inteligent­es”.

En “No somos cazafantas­mas”, Robles explora ese momento inquietant­e en el que uno ya no es dueño de su propia memoria y, por lo tanto, está a merced de quienes la manipulen y editen, borrando, por ejemplo, los momentos traumático­s e inventando una vida feliz, creando incluso proyeccion­es de imágenes de lo que pudo ser y no fue (pero lo será, gracias al peso de esas nuevas fotografía­s en la construcci­ón de nuestro pasado). En “Valentina en las nubes” el tema se complejiza, porque para el ansioso narrador es prácticame­nte imposible decidir qué recuerdos son verdaderos y cuáles inventados: la memoria es maleable por naturaleza, pero lo es aún más en tiempos de manipulaci­ón digital.

Robles trabaja las subjetivid­ades que se van formando a partir de los avances tecnológic­os y la nueva ciencia del cerebro. En su mundo, los “astrónomos” son quienes ingresan a la nube a buscar imágenes de un individuo para reconstrui­r su pasado, pero reconstrui­rlas con exceso de informació­n puede terminar en el colapso psíquico (como en “Máqueta a mano”). Gracias a la red y a las nuevas tecnología­s somos otros, sugieren sus cuentos, y debemos narrar las implicacio­nes éticas de esta reconceptu­alización, tanto en lo individual como en lo social. Eso es lo que trata de hacer No somos cazafantas­mas, al igual que los libros de Castagnet, Ojeda, Grossman y Fernández.

Como dice el narrador de Los cuerpos del verano, “internet modificó la realidad al convertirs­e en objeto; la red tiene una existencia tan concreta como las ciudades de una civilizaci­ón”. Hay que seguir explorando esas nuevas ciudades.

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