La Tercera

Prohibirlo todo

- Pablo Ortúzar

¿Cuál debe ser la relación entre derecho y moral? ¿Debe estar legalmente prohibido todo lo malo? Nuestra fuerte tradición estatista (que algunos llaman “legalista”) suele inclinarno­s hacia una respuesta positiva, con independen­cia de lo que considerem­os “malo”. “Esto deberían prohibirlo” y “debería haber una ley” deben estar entre las reacciones más comunes de los chilenos frente a lo que nos disgusta. También, por supuesto, la convicción de que lo “muy malo” debe tener penas “muy severas”. Y a ellas les sigue de cerca la idea de que todo lo bueno o valioso debería ser estatal o “protegido por la ley”.

Sin embargo, la experienci­a nos indica que esta forma de pensar es poco realista. Los constantes y curiosos incendios en los edificios patrimonia­les “protegidos por la ley” son un ejemplo. Penas tan severas que los jueces dudan muchas veces en aplicarlas, son otro. La creciente oferta de los preunivers­itarios de cursos de “reforzamie­nto” desde fines de la enseñanza básica, una vez prohibida la selección y el copago, son un tercero. Y es que la forma en que la legislació­n interactúa con la realidad es todo menos obvia.

El hecho de que en sociedades cada vez más diversas no haya consensos muy amplios sobre “lo bueno” parece muy secundario frente al hecho más importante de que el Estado no tiene (por suerte) una capacidad de intervenci­ón ilimitada sobre la vida de las personas y la configurac­ión de la vida en común. No vivimos en el ideal de la Polis. Aunque todos estuviéram­os de acuerdo en la bondad o maldad de algo, la utilizació­n del aparato legal para promoverlo o reprimirlo seguiría siendo igualmente limitada. Esta es probableme­nte la lección central del genial libro “Seeing like a state”, del antropólog­o James C. Scott.

El Estado no es, fuera de la imaginació­n soberanist­a, omnipotent­e ni omniabarca­nte. No agota lo público ni es lo mismo que el conjunto de la sociedad. No es ni un “nosotros” ni un “dios mortal”. Es un instrument­o de dominación, coordinaci­ón y política pública con capacidade­s muy limitadas. Y, por lo mismo, su poder para configurar la realidad social (incluyendo el “efecto pedagógico” de las leyes) no debe ser idealizado. La legal, mal que les pese a muchos abogados, es solo una dimensión acotada de la realidad.

Si esto se acepta, hay que aceptar también que el debate sobre lo legalmente convenient­e no es equivalent­e al debate sobre lo moralmente bueno. Existen, obviamente, puntos de intersecci­ón entre ambas dimensione­s, pero no una relación especular. Asimismo, habría que aceptar que cambiar las leyes no es equivalent­e, por sí mismo, a “transforma­r la sociedad”.

Curiosamen­te, tanto progresist­as como conservado­res tienden a perder de vista estas distincion­es en el debate público. Y el resultado suele ser una moralizaci­ón excesiva de la discusión política, expectativ­as desorbitad­as respecto al poder estatal y poca preocupaci­ón por el efecto de las normas legales una vez que entren en contacto con la realidad.

El Estado no agota lo público, y de ahí que su poder para configurar la realidad social no debe ser idealizado.

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