Alto vuelo
“Muy buenas noches. Mi nombre es Vicente Bianchi y he encontrado un gatito tocando el piano en mi casa. El animalito sabe leer música”. Su quieta condición de nonagenario respetable y respetado no le impidió hace seis años a Vicente Bianchi entrar en el juego del podcast “La Noche de los Discos Vivientes”, brillante programa online para la revisión de antiguos discos latinoamericanos en acetato a velocidad de 78 rpm. A las preguntas de un felino imaginario, el compositor, arreglador, pianista y director de coros y orquestas fallecido ayer en Santiago responde allí con valiosa precisión, y su despliegue de adjetivos es elocuente de un trato de altura hacia la música como ocupación y cuánto respeta a quienes la honran. Una grabación bien concluida era, para él, “un disco fabuloso”; una cantante de prestigio, “una artista magnífica”; y el arreglo con gran banda u orquesta para una sola canción, “pega que tomaba mucho tiempo, y que había que tomarse con calma”.
No era su ponderación la solemnidad vacía que puede acompañar el recuerdo de tiempos idos, sino más bien el trato de alto nivel que gente como Vicente Bianchi sabía que merece el trabajo con música, se diese, en su caso, en ambientes de radios, salones de hotel, auditorios y grandes teatros —incluso la Catedral de Santiago y la Sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, le ofrecieron alguna vez un podio—, o en la privacidad de una colaboración de a dos junto a su piano. Pudiendo persistir como intérprete solista, decidió tempranamente que su trabajo iba a ser una labor colectiva, y a esa opción por el interactuar y colaborar con otros nunca le intimidó el encuentro con la poesía y el cine, el Conservatorio y la fe, el bolero, el folclor y hasta el deporte.
Si no era por la tardanza con que incomprensiblemente se le tramitó el reconocimiento público del Premio Nacional de Artes Musicales —vino a obtenerlo recién hace dos años, luego de 17 postulaciones—, de Bianchi solía escribirse para ejemplificar las posibilidades del cruce entre géneros de la música popular chilena del siglo XX, y de cómo éstas encontraron su camino con el de próceres como Pablo Neruda, Ramón Vinay y Lucho Gatica. Pero siempre hay un riesgo en esa unanimidad del buen trato, en que la marca de un gran talento se pierde entre el aplauso rígido hacia sus hitos más categóricos. Hubiese sido justo, y acaso más revelador, pedirle también tan sólo extenderse sobre esas palabras de cariño y rigor hacia la música con la que forjó su trayectoria, y que lo hizo alguna vez definir así su objetivo: “Que la música chilena tenga un carisma más internacional; para que podamos llegar al extranjero en forma más grande, más pulida, más docta”. A través de Vicente Bianchi la música chilena se desplegó en un vuelo cosmopolita, sin cortar por eso sus firmes y gruesas raíces.