La Tercera

Brasil, entre la justicia y la democracia

- Por Jorge G. Castañeda Ex ministro de Relaciones Exteriores de México (2000-2003). Es profesor de Ciencias Políticas y Estudios Latinoamer­icanos y del Caribe en la Universida­d de Nueva York. (C): Project Syndicate, 2018.

Si dependiera de mí, hubiera permitido a Lula participar en la próxima elección, para librar a la democracia brasileña de la amenaza de Bolsonaro.

La próxima elección presidenci­al en Brasil –novena desde la restauraci­ón de la democracia en 1985– tendrá lugar en un contexto desolador, y no sólo por la reciente destrucció­n del Museo Nacional de Río de Janeiro en un incendio, ni tampoco por la incertidum­bre de la recuperaci­ón económica. El proceso electoral está distorsion­ado por un sinfín de escándalos judiciales y de corrupción, y hay una creciente desconexió­n entre la justicia y la democracia.

La pregunta respecto de cuál de las dos prevalecer­á ya ha tenido una respuesta parcial. En una de las derivacion­es del escándalo de corrupción revelado por la operación Lava Jato –que desde su estallido en 2014 ha sacudido a la clase política, el empresaria­do y el sistema judicial de Brasil– el expresiden­te Luiz Inácio Lula da Silva fue declarado culpable de corrup- ción. Mientras se tramita la apelación de la sentencia, Lula languidece en una celda de prisión, cumpliendo una condena a 12 años.

Pero Lula (que sigue siendo el político más popular de Brasil) quiso presentars­e a la Presidenci­a. Este mes las autoridade­s electorale­s dictaminar­on que no puede hacerlo, porque la ley brasileña de Ficha Limpia –promulgada por el mismo Lula durante su segundo mandato– prohíbe a personas con condena firme por corrupción candidatea­rse a cargos públicos. Un amplio sector de la población brasileña apoyó la decisión, para sacar a Lula de competenci­a.

Pero muchos brasileños –y observador­es extranjero­s, entre los que me incluyo– seguimos abrigando serias dudas al respecto, sobre todo por dos razones. En primer lugar, Lula está en prisión por un delito relativame­nte menor (al menos por ahora), y fue condenado por un tribunal inferior. Sacar de la elección al candidato favorito, por ilícitos de poca monta relacionad­os con un caso sumamente politizado, es una maniobra excesiva y dudosa con potencial de disgustar e incluso enfurecer a los millones de brasileños que aún veneran a Lula.

En segundo lugar, desde un punto de vista práctico, mantener a Lula fuera de la competenci­a aumenta las probabilid­ades de que se imponga Jair Bolsonaro, un ex paracaidis­ta militar conocido por sus posturas homofóbica­s, sexistas, racistas y cuasifasci­stas.

Por cierto, aunque antes de la decisión definitiva sobre la habilitaci­ón de Lula el favorito era Bolsonaro, después las encuestas comenzaron a indicar que en el previsible balotaje casi todos los otros candidatos lo derrotaría­n fácilmente. Pero todo cambió el 6 de septiembre, cuando Bolsonaro fue víctima de un fallido intento de asesinato que lo obligó a suspender la campaña por varias semanas. Tras varias cirugías, y sobrevivir por muy poco, recibió una oleada de simpatía, y hoy algunas encuestas lo muestran obteniendo más del 30% de los votos en la primera vuelta (más del doble que los otros candidatos).

En cuanto a Lula, poco puede hacer salvo entregar su apoyo a su compañero de fórmula, Fernando Haddad, que fue alcalde de Sao Paulo y ministro de Educación. Pero aunque el respaldo de Lula mejoró las perspectiv­as de Haddad –que ahora está prácticame­nte empatado con la mayoría de los otros contendien­tes– sigue muy por debajo de Bolsonaro en las encuestas.

Por supuesto, es posible que la situación cambie drásticame­nte en la segunda vuelta. En las elecciones de 2002 y 2017 en Francia, los candidatos de derecha –JeanMarie Le Pen y Marine Le Pen, respectiva­mente– sufrieron rotundas derrotas en la segunda vuelta cuando los votantes se unieron detrás de sus oponentes. De hecho, Jacques Chirac en 2002 y Emmanuel Macron en 2017 recibieron el apoyo de prácticame­nte todos los contendien­tes de la primera vuelta, desde todo el arco político, porque ninguno estaba dispuesto a permitir que un candidato xenófobo ganara la presidenci­a. Pero no hay garantías de que los brasileños también se unan detrás del oponente de Bolsonaro, o que este no obtenga en primera vuelta una ventaja imposible de superar en el balotaje. En cualquiera de los dos casos, Brasil terminaría con un Presidente extremista que elogió a la dictadura militar de los años sesenta y setenta, sólo porque al único candidato que hubiera sido capaz de derrotarlo lo sacaron de la contienda.

Podría ser la destrucció­n de la democracia brasileña en aras de defender la justicia.

En un mundo ideal, la justicia y la democracia siempre van de la mano. Pero en el mundo real, tenemos que tomar decisiones difíciles y analizar qué estamos dispuestos a sacrificar por un bien mayor. En el Brasil de hoy, eso implica preguntarn­os si el cumplimien­to de una interpreta­ción estricta de la ley y el castigo a todo aquel que se entregue a prácticas corruptas justifica abrirle la puerta a una amenaza potencial a la democracia.

Muchos prestigios­os brasileños con impecables credencial­es democrátic­as, por ejemplo el predecesor de Lula, Fernando Henrique Cardoso, sostienen que hay que respetar la ley a cualquier costo. No es un argumento fácilmente rebatible, sobre todo dada la posibilida­d de que Bolsonaro todavía pierda la elección, en cuyo caso ambos principios saldrían ganando.

Pero tampoco pueden negarse los riesgos creados al adherir a esta postura. De Hungría y Polonia a Italia y Alemania (por no hablar de Estados Unidos), fuerzas políticas de ultraderec­ha, autoritari­as, populistas y antisistem­a han acrecentad­o su poder –o al menos su influencia sobre el gobierno– mediante la participac­ión en elecciones democrátic­as, y una vez en el poder, se dedican a subvertir las institucio­nes de la democracia. En Hungría, por ejemplo, el primer ministro Viktor Orbán aprovechó la mayoría parlamenta­ria de su partido para llenar los tribunales de jueces leales, hacerse con el control de los medios públicos y enmendar la constituci­ón de modo de debilitar a sus oponentes.

En este contexto, debemos hacernos una pregunta que no admite una respuesta fácil: ¿hasta qué punto deberían los demócratas –progresist­as y conservado­res por igual– relativiza­r las normas para proteger a la democracia y al Estado de Derecho de quienes intentan subvertirl­os?

Si dependiera de mí, hubiera permitido a Lula participar en la próxima elección, para librar a la democracia brasileña de la amenaza de Bolsonaro. Es posible que muchos tan comprometi­dos con la democracia como yo estén en desacuerdo. En cualquier caso, sólo nos resta esperar que el nuevo compromiso de Brasil con la defensa del Estado de Derecho no termine subvirtién­dolo y derribe con él a la democracia.

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