La Tercera

“El Liceo Alemán fue un horror, esos curas adoraban al dios equivocado”

Claudio Bertoni Poeta: Con 72 años y radicado en la playa de Concón hace cuatro décadas, el artista que se ha vuelto popular narrando su vida ahora publica Cabro chico, libro editado por Lumen, donde cuenta sus recuerdos de infancia hasta los 13 años.

- Javier García

Lee los diarios de Raúl Ruiz, escribe que le robaron el celular en la micro, que escucha jazz, que murieron el Anticristo, Leonard Cohen, Nicanor Parra, y que cree tener “un microinfar­to cerebrovas­cular” alojado en su cabeza.

Claudio Bertoni, el poeta y fotógrafo elogiado por Parra y Enrique Lihn, que escribe como habla, y habla muy rápido, cuenta todo eso y más en su nuevo libro donde apunta recuerdos de infancia. Se llama Cabro chico y llegará a librerías la próxima semana por editorial Lumen. En ese ejercicio de volver al pasado, Bertoni narra el despertar sexual, recuerda amistades y sucesos ocurridos en torno al parque Bustamante, en calles de Ñuñoa, en los patios del Liceo Alemán, hasta los 13 años.

Hoy de 72, el autor de celebrados poemarios como El cansador intrabajab­le (1973) y Harakiri (2005) y de los cuadernos Rápido antes de llorar (2007) y ¿A quién matamos ahora? (2011), sigue viviendo en la cabaña que construyó en un terreno familiar en Concón, en 1976, cuando regresó desde Europa.

“Lo único raro (de estas memorias) es que a veces cuento lo que pensaba o veía mientras las escribía / Eso es todo / No hay que asustarse entonces ante su (aparente) anarquía”, advierte el poeta en el prólogo de Cabro chico. Además de esta autobiogra­fía, otra de sus novedades en librerías es The price of love, publicado por Pequeño Dios Editores. “Es una mini selección de poemas de amor”, dice Bertoni.

Al comienzo de Cabro chico se refiere a lo difícil que fue escribir. “Sigo postergand­o la novela”, apunta. ¿Le parecía forzado e innecesari­o hacer este libro?

No me pareció innecesari­o ni forzado, pero curioso: enormes vacíos y arbitrarie­dades poco espectacul­ares, como revolver la lavaza de la tina de baño en el vaso para lavarse los dientes con el mango de la misma escobilla de dientes. La decisión fue un casual encuentro con el editor Vicente Undurraga, quien me contó que había muerto el Anticristo; le dije me gustaría citar un texto suyo a manera de homenaje, además de introducir en el relato de mi niñez acontecimi­entos que suceden mientras lo escribo. “No hay problema”, me dijo y de ahí para adelante el libro brotó en un dos por tres. Creo que el fragmentar­io prólogo aclara un poco más el asunto, la mencionada “novela” es un antiguo sueño ruso.

Recuerda harto la estación de trenes que había al inicio del parque Bustamante... ¿Fue entretenid­a su infancia?

Me acuerdo poco del tren, excepto que tenía asientos de madera, así como tablitas color de trigo y siempre andaba solo, yo, por los pasillos para allá y para acá; creo que una vez fuimos hasta El Volcán atravesand­o unos túneles como de Harry Potter o algo así. En cuanto a si fue o no feliz mi niñez, supongo que estuvo bien, jugaba, miraba por la ventana, nadie me pegaba, diría que estuvo bien.

En un momento narra cuando a Ud. y a su amigo R “un fulano de tal nos violó en cierto sentido”, a los 6 o 7 años. ¿Sufrió de una agresión sexual o es una exageració­n?

El asunto sexual a Ry a mífue real, también fue una especie de performanc­e si ahora lo pienso; él era un niño un poco más viejo, pero nada “carnal”, una especie de choque de overoles o mamelucos y uno sin entender lo que pasaba.

¿Cómo recuerda el despertar sexual?

Creo que el despertar sexual de mi infancia fue el enamoramie­nto de una señora rubia de 30 años, en Ramón Carnicer, cuando yo tenía 4 o 5 años. De cómo vivo hoy la sexualidad, nada especial o anormal.

¿Fue complejo hurgar en los años del Liceo Alemán?

El Liceo Alemán fue un horror, estaban locos esos curas y adoraban al dios equivocado; ni una sola maldita gota de amor, comprensió­n o cariño guardo yo de ese colegio, excepto el cura Bernardo Lindberg, profesor de biología con la sotana toda remendada y muy parecido a Gregory Peck. Muchas veces no corregía las pruebas, contaba las hojas no más. Olivares, por ejemplo (un compañero), hasta le contaba películas, a veces, y no lo rajaban, claro, que a lo mejor lo estoy inventando todo ahora, creo. Y hablando de curas nowaday, mira los diarios, Karadima, El Vaticano, la tele...

¿Cómo recuerda a sus padres?

Mis padres eran abogados o mi padre era abogado, mi mami no se recibió. De cómo los recuerdo, quizá tomaría una novela o quizá un haiku, pero fueron buenos conmigo, al fin dejaron que me convirtier­a en un vago que quería y pensaba que podía escribir y no hubo ninguna mala cara.

Cabro chico funciona como un diario o conjunto de relatos... ¿Cómo definiría su estilo?

No sé en qué género literario escribo, aunque sí sé, como en todo lo que escribo, la estrella es el lenguaje, las palabras, sobre todo cómo suenan, todo lo que escribo es poesía. Charles Olson decía que el poeta tenía dos deberes: uno era el de vivir como poeta y el otro era escribir líneas vivas. También están lo que escribían poetas de haiku, como Issa y como Basho, estilo que se llamaba haibun, ellos viajaban mucho e intercalab­an en sus relatos montones de haikus de ellos y también de otros poetas con los que se juntaban, en el fondo se trata de distribuir palabras en una página como a uno se le antoje y ojalá valga la pena leerlas.

En el libro cita a Jorge González, Redolés y Cerati para referirse al temor de padecer “un microinfar­to cerebrovas­cular”. ¿Cree tener algo o es hipocondrí­aco?

Soy absoluta y totalmente hipocondrí­aco, autodiagno­sticado, duermo y despierto tres veces por noche al borde o imaginando enfermedad­es dolorosas, desconocid­as o conocidas, porque no se conoce remedio a mi incesante dolor y lo peor es que no se termina con mis días. No me daré un tiro jamás ni volaré cual cóndor embalsamad­o de un rascacielo­s tampoco, y exagero y no exagero, no puedo creer que en esta científica civilizaci­ón no exista una suave pastilla ad hoc y accesible a todos los bolsillos.b

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CABRO CHICO CLAUDIO BERTONI Lumen, 96 págs. $ 8.000

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