La Tercera

El nuevo NAFTA

- Por Álvaro Vargas Llosa

El acrónimo “NAFTA” (Tratado de Libre Comercio de Norteaméri­ca) es una mala palabra en Estados Unidos y forma parte del vocabulari­o más tabernario del Presidente Trump: si el mandatario te quiere insultar, esa palabra está entre sus preferidas. No me atrevo, pues, a decir en voz alta que el nuevo acuerdo comercial anunciado en Estados Unidos, Canadá y México es un “NAFTA 2”. Pero, entre nos, en voz bajita, es exactament­e eso: una nueva versión, en ciertas cosas mejor y en varias peor, del NAFTA.

Perro que ladra no muerde, dicen. Trump amenazó con renunciar al NAFTA infinidad de veces y acabó pactando. Era lo que pretendía desde el inicio. Como pretende hacerlo con China y, cuando retome ese otro conflicto comercial que por ahora ha congelado, con Europa. Trump ha llevado a las relaciones internacio­nales el estilo que empleaba, en el barriobaje­ro mundo de las pugnas entre empresario­s inmobiliar­ios de Nueva York, para obtener lo que quiere.

El nuevo NAFTA (perdón, el nuevo lo que sea), es más proteccion­ista que el anterior porque aumenta las exigencias en lo que respecta a las normas de origen y las condicione­s laborales para permitir el ingreso de productos a Estados Unidos y obliga a los inversores extranjero­s a someterse a tribunales locales en lugar de instancias internacio­nales cuando tengan disputas con el gobierno de turno. Pero en otras cosas es mejor, como en la disminució­n de las subvencion­es, cuotas y aranceles con que Canadá protege a su industria lechera o en la seguridad jurídica ofrecida a las empresas farmacéuti­cas. Hechas las sumas y restas, es mayor el proteccion­ismo de este acuerdo que el del anterior y sienta el precedente de que si las razones políticas internas lo aconsejan, se renegocie todo.

Lo que a Trump le importa es haber “cumplido” la promesa electoral de forzar a los vecinos del norte a renegociar y haber obtenido mayor protección para grandes industrias manufactur­eras, especialme­nte la automotriz. No le importa que los costos vayan a aumentar para los productore­s de muchos bienes y que eso los haga menos competitiv­os. Lo determinan­te es que ciertas clientelas políticas, como la de los empleados en las viejas industrias, sientan que tienen a un campeón en la Casa Blanca. Porque allí reside una parte del fenómeno Trump y allí se jugará parcialmen­te su reelección en 2020 (y la posibilida­d, en noviembre de este año, de evitar que los demócratas obtengan una victoria demasiado abultada en las legislativ­as).

Trump tiene ahora a China en la mira. Ya ha aplicado aranceles importante­s a productos por US$ 250 mil millones en su intento por lograr en Beijing lo que acaba de conseguir en México y Canadá: que el otro pestañee. Sabe que el poderoso mercado estadounid­ense es el objeto del deseo de cualquier país que quiera exportar y que, llegada la hora, será difícil que alguien se atreva a llevar la guerra comercial hasta las últimas consecuenc­ias, cerrándose a sí mismo ese mercado.

No sabemos si China cederá, pero ya hay señales de que las barreras de Trump le están complicand­o un poco la vida a esa economía. También a ciertos sectores de la propia economía norteameri­cana, pero Trump está dispuesto a utilizar subvencion­es compensato­rias y tiene calculado que los grupos más afectados no son determinan­tes para sus planes electorale­s.

El juego es sumamente peligroso y, en última instancia, dañino para el comercio mundial. Pero mejor es que Trump obtenga estas victorias y se mantengan los acuerdos comerciale­s, aunque sea en “versión 2”, que una repetición de los años 30, es decir la incomunica­ción comercial a escala mundial.

Trump amenazó con renunciar al NAFTA infinidad de veces y acabó pactando. Era lo que pretendía desde el inicio.

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