El nuevo NAFTA
El acrónimo “NAFTA” (Tratado de Libre Comercio de Norteamérica) es una mala palabra en Estados Unidos y forma parte del vocabulario más tabernario del Presidente Trump: si el mandatario te quiere insultar, esa palabra está entre sus preferidas. No me atrevo, pues, a decir en voz alta que el nuevo acuerdo comercial anunciado en Estados Unidos, Canadá y México es un “NAFTA 2”. Pero, entre nos, en voz bajita, es exactamente eso: una nueva versión, en ciertas cosas mejor y en varias peor, del NAFTA.
Perro que ladra no muerde, dicen. Trump amenazó con renunciar al NAFTA infinidad de veces y acabó pactando. Era lo que pretendía desde el inicio. Como pretende hacerlo con China y, cuando retome ese otro conflicto comercial que por ahora ha congelado, con Europa. Trump ha llevado a las relaciones internacionales el estilo que empleaba, en el barriobajero mundo de las pugnas entre empresarios inmobiliarios de Nueva York, para obtener lo que quiere.
El nuevo NAFTA (perdón, el nuevo lo que sea), es más proteccionista que el anterior porque aumenta las exigencias en lo que respecta a las normas de origen y las condiciones laborales para permitir el ingreso de productos a Estados Unidos y obliga a los inversores extranjeros a someterse a tribunales locales en lugar de instancias internacionales cuando tengan disputas con el gobierno de turno. Pero en otras cosas es mejor, como en la disminución de las subvenciones, cuotas y aranceles con que Canadá protege a su industria lechera o en la seguridad jurídica ofrecida a las empresas farmacéuticas. Hechas las sumas y restas, es mayor el proteccionismo de este acuerdo que el del anterior y sienta el precedente de que si las razones políticas internas lo aconsejan, se renegocie todo.
Lo que a Trump le importa es haber “cumplido” la promesa electoral de forzar a los vecinos del norte a renegociar y haber obtenido mayor protección para grandes industrias manufactureras, especialmente la automotriz. No le importa que los costos vayan a aumentar para los productores de muchos bienes y que eso los haga menos competitivos. Lo determinante es que ciertas clientelas políticas, como la de los empleados en las viejas industrias, sientan que tienen a un campeón en la Casa Blanca. Porque allí reside una parte del fenómeno Trump y allí se jugará parcialmente su reelección en 2020 (y la posibilidad, en noviembre de este año, de evitar que los demócratas obtengan una victoria demasiado abultada en las legislativas).
Trump tiene ahora a China en la mira. Ya ha aplicado aranceles importantes a productos por US$ 250 mil millones en su intento por lograr en Beijing lo que acaba de conseguir en México y Canadá: que el otro pestañee. Sabe que el poderoso mercado estadounidense es el objeto del deseo de cualquier país que quiera exportar y que, llegada la hora, será difícil que alguien se atreva a llevar la guerra comercial hasta las últimas consecuencias, cerrándose a sí mismo ese mercado.
No sabemos si China cederá, pero ya hay señales de que las barreras de Trump le están complicando un poco la vida a esa economía. También a ciertos sectores de la propia economía norteamericana, pero Trump está dispuesto a utilizar subvenciones compensatorias y tiene calculado que los grupos más afectados no son determinantes para sus planes electorales.
El juego es sumamente peligroso y, en última instancia, dañino para el comercio mundial. Pero mejor es que Trump obtenga estas victorias y se mantengan los acuerdos comerciales, aunque sea en “versión 2”, que una repetición de los años 30, es decir la incomunicación comercial a escala mundial.
Trump amenazó con renunciar al NAFTA infinidad de veces y acabó pactando. Era lo que pretendía desde el inicio.