La Tercera

O plebiscito

- Por Daniel Matamala

El 6 de octubre de 1988 fue de fiesta para los demócratas en Chile. Y fue de pánico para la Bolsa de Santiago. El IPSA se derrumbó 16,7%, su peor caída de la historia.

El 2 de octubre de 2018 fue de euforia en los mercados brasileños. El Bovespa se disparó en 3,8%, su mejor día en dos años, tras la publicació­n de una encuesta que ponía al militar retirado Jair Bolsonaro arriba en una eventual segunda vuelta.

En 1988, Chile vivía el plebiscito que nos devolvió la democracia. En 2018, Brasil se asoma al vértigo de un plebiscito que amenaza hacerla retroceder. Y, ciegos de nuevo, los mercados vuelven a apostar contra el único modelo que garantiza su propia legitimida­d.

Larry Diamond dice que vivimos una ola de “recesión democrátic­a”. Este sistema se derrumba en países como Venezuela y Nicaragua, y se tambalea frente a líderes elegidos por voto popular y devenidos en aspirantes a autócratas que aplastan las libertades de opositores y minorías en Turquía, Hungría y Filipinas.

Más preocupant­e aun es la legitimaci­ón de modelos como el de Putin, Trump y en especial, el del capitalism­o sin democracia que promueve China.

Este incendio sin control acecha ahora a la cuarta democracia más grande del mundo: Brasil. Jair Bolsonaro, el “Trump tropical”, un exmilitar con una hoja de vida discreta como parlamenta­rio, y con un prontuario brutal de alabanza a dictadores y desprecio por los derechos humanos, las mujeres, los homosexual­es y los negros, se acerca a la victoria. Lo suyo es el consabido menú de defensa del hombre común contra un largo listado de amenazas y agravios, aderezado con el condimento de las noticias falsas y salpimenta­do por el músculo de un Ejército que interviene en política contingent­e.

La corrupción de Brasil ofrece un plebiscito atroz. Porque frente al autoritari­o Bolsonaro asoma el plato indigesto de Fernando Haddad, el sucedáneo del condenado Lula. Menú a la carta entonces, elija usted: vote por la represión o condone la corrupción.

Y en un drama en tres actos, la élite empresaria­l brasileña ha sido fundamenta­l en esta espiral de degradació­n democrátic­a.

Primero, lucraron de un esquema de corrupción institucio­nalizada en complicida­d con las dirigencia­s políticas, especialme­nte con el izquierdis­ta Partido de los Trabajador­es de Lula. Cuando “O Mecanismo” derrumbó el sistema, movieron los hilos para medrar de los restos del desastre. Lo reconoció esta semana en La Tercera el influyente exlíder de los industrial­es paulistas, y ahora candidato a gobernador de Sao Paulo, Paulo Skaf, uno de los líderes de la campaña para destituir a la presidenta Dilma Rousseff: “mi compromiso con el impeachmen­t se dio debido a las políticas económicas equivocada­s de Dilma”.

Así, tras derribar a una presidenta porque no le gustaba su política económica, Skaf y gran parte del empresaria­do apoyan ahora a Bolsonaro. Poco importa que el referente mundial del liberalism­o, The Economist, advierta en su portada que el exmilitar “es una amenaza para Brasil y América Latina”. La perspectiv­a de una pasada ganadora importa más que la salud de la democracia. El cuento chino de un capitalism­o sin democracia suena tentador.

Son demasiados lo que siguen sin entender que solo una democracia estable proporcion­a una base para legitimar la riqueza. Cuando corrompen la política para lucrar de ella, cuando manipulan las institucio­nes para instalar títeres en el poder, y cuando empujan el vagón del autoritari­smo, muchos dueños del capital no hacen más que demostrar desprecio por la sociedad de la que dependen y ceguera por su propia sobreviven­cia.

¿Cuánto de este cóctel de corrupción, manipulaci­ón e instinto autocrátic­o aplica a Chile? ¿Cuán a salvo estamos de tener a un Trump, un Erdogan o un Bolsonaro tocando las puertas de La Moneda? Un solo dato para la reflexión: en una reciente nota, Forbes cita un estudio internacio­nal del Pew Research Center como explicació­n de lo que ocurre en Brasil. El 33% de los brasileños dice en él que la democracia es “una mala manera” de gobernar el país.

Es una de las cifras más altas del mundo. Pero no la mayor. En Chile llega al 35%.

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